Sueños

    01 dic 2019 / 12:03 H.

    Jamás había tenido un ruido en sus sueños. Le despertó un golpe de puerta desconocida, estaba seguro de esto porque todas las de su casa sonaban de una manera única, y él sabía cual de ellas era. La de la calle, el salón, la cocina, el pasillo... Es más: él podía identificar el golpe de cada una de las puertas que habían existido en su vida. Después del sonido de las puertas vinieron progresivamente a sumarse otros: aparecieron entonces las voces, también inconfundibles, de los personajes soñados. Cuando acabaron los sonidos llegaron los olores: desde el pollo en pepitoria que subía por el vano de la escalera algunos domingos al mediodía hasta la loción de afeitado que utilizaba su difunto padre, sin descontar el inconfundible aroma de los chaquetones o de los abrazos. Una vez que se hicieron presente los olores hizo aparición el sabor. El primero, antes que cualquier otro, fue el que pertenecía a la medicina que le daban en la infancia después de cenar, siempre era después porque de esa manera no se le quitaban las ganas de comer; estaba bien pensado, pero a cambio el sabor permanecía en su boca con cada movimiento de la lengua y con cada respiración. El día que aprendió a volar se inundó el sentido con el gusto a chocolate; para flotar en el aire le bastaba con mover los brazos como si estuviera nadando; no iba muy rápido, pero podía conseguir visiones similares, en blanco y negro, a las que aparecen con la aplicación Google Earth. En los sueños claustrofóbicos le llegaba el inconfundible sabor de la conserva de atún en aceite. La sal aparecía en las ensoñaciones de la sed, en donde la boca era insensible al agua. El tacto fue lo más sencillo: una línea recta entre el placer, el limbo y el dolor. Si estaba en el agua no sentía la sensación, el fuego era una imagen sin agresión, como un cinematógrafo. Y la picadura de una serpiente no planteaba problema salvo tener conocimiento de que todo iba a ir mal si no conseguía despertarse. El psicoanalista, que era de su mismo barrio y amigos de la niñez, le habló claro: Los sueños llevan tanto tiempo en la naturaleza como llevan las neuronas organizándose en las cabezas. ¿A caso piensas que los insectos no tienen cerebro? Pues lo tienen, más pequeño, pero también son ellos más pequeños. Freud es un aprendiz. Después de este lamento su amigo no progresó mucho más en los razonamientos y él se limitó a decir: ¡Hombre!, siempre tendrá que haber alguien a quien contarle los sueños. Y siguió en solitario con los cambios sensoriales, cada vez más perfectos. Todo transcurría para que la realidad se quedara a vivir en los sueños.