Piedras

    17 nov 2019 / 14:03 H.

    Masa y volumen. Llovía y las gotas resbalaban por las tejas, luego entraban en el canalón para desde allí golpear contra las calles y participar en la posibilidad de llegar al mar: inmenso lugar en donde entraban sin identidad, uniéndose unas moléculas con otras y participando en las mezclas posibles del agua, como ocurre con el barro, la sosa caustica o lo que se quiera. Con el ciclo de las piedras sucede lo contrario, nunca dejan de ser piedras hasta que se desgastan en el tiempo o se derriten en los altos hornos o en la panza de los volcanes, lo que viene a ser como una creación. Las piedras no tienen ríos y necesitan del agua para desplazarse y quedar lisas. Tocar una piedra es contactar con una unidad: un número y lo medible. Tocar el agua es la sensación de pertenecer al instante, a una ecuación, a la disolución de uno mismo, a un espacio prestado por un tiempo corto. De tarde en tarde Agripino tenía pensamientos de este tipo, circunstancia que le dejaba exhausto y le aportaba la justificación de invitarse así mismo a tomar churros sin sentirse culpable de las calorías. Y era en esos momentos cuando sentía la poética de la sacarina: “Entraré en tus momentos con dulzor, pero no tendrás el azúcar invadiendo todo tu paladar, llevándote a ese punto en el que necesitas más y más. Un volumen atrapado en el infinito”. Después de haber echado el sobrecillo en el café pasaba a los churros y observaba si había alguien que no los cogiera con la mano porque una vez, que estuvo invitado a una merienda en una casa educada, se los tomaban con cuchillo y tenedor: trocito a trocito y sin mojarlos en el chocolate. Pensaba que podía tolerar el que se cogieran con una servilleta de papel, y en cierto modo sería de agradecer porque se evitaba el unto de los picaportes de los lavabos y las manivelas de los grifos. Los churros también tenían su poética y se esforzaban en decir: “No soy una masa cero coma cero porciento de grasa insípida, soy quien mancha los papeles y las camisas de aceite impidiendo que, al deslizar el dedo grasiento por la pantalla del móvil, haga un contacto falso y no se abra. Y además te dejaré los labios brillantes y arrepentidos”. Era duro el pensamiento continuo de Agripino intentando dar coherencia a la fuga de sus ideas, a cuestiones a las que nunca le había atribuido protagonismo alguno: agua, piedras, sacarina, churros y cualquier otra cosa que se le ocurriera y pretendiera sacar significado de ella. Era como viajar en un ascensor con personas maleducadas, que entraban sin saludar y se sonaban las narices interiormente. Así piso tras piso sin encontrar reposo ni significado alguno.