El marteño que donó La Peña

27 nov 2016 / 11:23 H.

S e disponía a comer con su familia en un local de la plaza mientras en un conocido restaurante de la ciudad autoridades y notables iban a hacer lo propio en el almuerzo oficial preparado tras el acto de cesión de La Peña a los vecinos de Martos. Un joven concejal, que años después llegaría a ser alcalde, se acercó a Miguel Pérez Luque para pedirle que asistiera a esa comida. Entre otros, le esperaba el consejero de Obras Públicas de la Junta, Juan López Martos, quien taxativamente y adornándose con un símil había dicho: “Yo no me siento a la mesa si no vienen los novios”, extrañado por la ausencia del empresario marteño, autor junto a su familia de la cesión de La Peña. Esa mañana de 1992 se había celebrado el acto de cesión. ¿Por qué no estaba el empresario con su familia en la comida?

–Me dijeron el día de antes que no debía ir y me quedé contrariado–, responde.

Pero el episodio se queda ahí, con prudencia y un cierto halo de misterio. Finalmente acudieron a la comida oficial, el consejero quedó tranquilo y el perfil puntiagudo de la Peña, coronado por la cresta del castillo en ruina, para siempre de los vecinos.

–Le tocan a cada uno 20 metros cuadrados, pero no saben cuáles son–, explica sonriendo, subrayando es todo Martos, sin distinciones, el propietario.

Su familia y el pueblo de Martos son el eje sobre el que fundamenta su vida, su sentido de la empresa e incluso del trabajo. Insiste en ello varias veces mientras charlamos en su despacho, clásico, con muebles del mismo corte y paredes de ladrillo y madera. Reconoce que es un hombre de carácter fuerte, pero “me ha respetado el pueblo y yo siempre lo he respetado a él”. Le enorgullece que una plaza lleve su nombre y que cuando va por la calle le saluden por su nombre. “Estoy muy agradecido al mundo, que me trató muy bien”, reflexiona de forma pausada, como habla. Atiende varias llamadas y habla de asuntos económicos. Lo hace rápido y expeditivo, con la naturalidad y la seguridad de quien ha estado toda su vida tomando decisiones y dando órdenes. “Estoy conforme con lo que he hecho y lo repetiría otra vez”, asegura. ¿Y qué hizo desde el 14 de diciembre de 1929?

Nació ese día en la aldea. Así nombra coloquialmente a Las Casillas de Martos. Hijo de Manuel Pérez Expósito y Ángeles Luque Luque. Su padre arrendó una fábrica de yeso en Jaén y hasta allí se fue la familia a vivir cuando Miguel tenía 4 años. La guerra civil truncó los planes. Sus hermanos mayores fueron reclutados, la fábrica se perdió y volvieron a la aldea. Trabajo en el campo para todos. Su padre le buscó acomodo en un cortijo cercano, con 9 años, para cuidar la piara de cochinos. Así discurrió aquel 1940 y los años duros, muy duros, que vendrían después. Inconformista e inquieto, cambió de tercio. “Tenía que hacer mi vida más rentable, con aquello (por lo de los cochinos) no se ganaba nada”.

Se acercó al mar. En los aledaños de Benalmádena se explotaba una mina de ocre. Su padre también fue minero y se empleaba allí. Nuestro personaje comenzó a trabajar de arriero con 12 años, acarreando el mineral desde la mina al pueblo. No había trabajo todos los días, pero seguramente era más rentable para la familia. Cuando había trabajo cobraba 8 pesetas al día y cuando no, y cuidaba de los burros, el salario bajaba hasta las 6 pesetas. Su padre recibía 15 pesetas por cada día trabajado. Aquello terminó de vuelta a Las Casillas, donde la familia explotaría una cantera de yeso, que trituraban con un sistema de rulos. Miguel pasó de arriero a vendedor. Tenía 14 años. Vendía pescado en la aldea. Lo compraba en Martos, donde vendía en una operación de ida y vuelta, huevos y pajarillos. Esa, y no otra, era la naturaleza del emprendimiento en la posguerra. Esa generación también tuvo que emigrar. Con 15 años le esperaba la construcción en Barcelona. Hasta los 18 estuvo allí y regresó para irse al servicio militar obligatorio, pero con una idea fija: “Mi pensamiento era siempre que tenía que trabajar para mi”.

–La hice en Ceuta, en Los Regulares, de voluntario, porque me dijeron que daban mejor comida. Algunas veces hasta se podía comer un huevo frito–, explica convencido de que fue una decisión acertada, a la altura del argumento.

Realmente quiso viajar, fue una ambición que no cumplió entonces, pero que tenía un objetivo claro impulsado por la idea de ser empresario. La aventura de cruzar el charco e irse a América para prosperar no se explicitó. “Si hubiera vivido cerca del mar, de un puerto, me hubiera ido, pero así era más difícil”, zanja, mientras miro de reojo una esfera con el mapa mundi que descansa a la derecha de su mesa del despacho, en un rincón, ilustrada con un dibujo viejo, color ocre, sobre una peana semicircular de madera. El destino fue otro bien distinto, en Martos, de pocero. Para el negocio ya tenía una cuadrilla de entre 5 y 7 hombres. En ello estuvo hasta 1960, cuando empieza el trabajo en las carreteras, o con las carreteras, en lo que fue el embrión de una de las empresas bandera de la provincia.

El primer trabajo fue una captación de agua en Doña Mencía (Córdoba). Después un alumbramiento (búsqueda y canalización) de agua para Jamilena y Torredelcampo, hasta que llegó su primera carretera, la de Torredonjimeno a El Burrueco. La hizo alquilando una máquina de vapor a la Diputación de Jaén. Una treintena de personas ya trabajaban para él. ‘Miguel Pérez Luque. Alumbramiento de Aguas’, fue el nombre de su primera empresa. La segunda, ‘Contratas Miguel Pérez Luque’. Y en 1987 crea Mipelsa, en pie todavía, con el relevo generacional hecho. La maquinaria ya era propia, de hecho la primera máquina que compró fue una apisonadora de triciclo, alemana, marca Ruthemeyer, que preside la entrada de su empresa, cuyo precio era de un millón de pesetas.

–Me vi negro en pagarla–, asegura sonriendo de nuevo.

Mipelsa ha trabajado entre 4.000 y 5.000 kilómetros de carreteras. Con cantera propia, “una de las mejores de Andalucía”, dice Miguel, y en los años de expansión de la obra pública de infraestructuras con más de 300 trabajadores “dados de alta”, puntualiza. Y remata la estadística con la de jornales: “Más de dos millones hasta la fecha”.

Se jubiló en 1994 y sus hijos, que ya trabajaban en Mipelsa, tomaron el relevo. Al frente está Miguel Ángel Pérez Jiménez y en distintas responsabilidades Manuel, Francisco, Lourdes, Carlos y Dolores, aunque la hermana menor vive en Estados Unidos. Empresario y escritor, “aunque no sé escribir”, lo hago como hablo.

–Todos deberíamos escribir cómo fuimos antes de irnos–, sentencia.

Lo sigue haciendo. Tiene delante varios folios y cerca, en la mesa, su libro, un considerable volumen titulado La casa grande, que no es otra que su empresa, la de la familia; casa grande porque sostiene que todo el que quiso trabajar en ella y tener una oportunidad, la tuvo. En ese volumen está su vida. Escrita sobre sus manuscritos por la periodista Silvia García, fue editada por Business Iniciative Directions. Se presentó en Londres, el 1 de diciembre de 2003, con Miguel acompañado por su mujer Dolores Jiménez Sánchez y la familia, en el marco de la entrega de los premios Crown Avard 2003, que ganó en ese acto en la categoría de diamante, ante un foro de empresarios, diplomáticos y políticos de 45 países. En Martos el 14 de diciembre, el día de su cumpleaños. Está orgulloso de su libro y del premio. Pero vuelve a significar que lo más importante ha sido trabajar por la familia y para ayudar al pueblo marteño, sus dos referentes. Fue presidente del Martos C. F, en una de sus mejores épocas y fue alcalde de Martos cuatro meses, en sustitución de otro ilustre, ya fallecido, el socialista Antonio Villargordo, que tuvo una baja temporal por un accidente. Miguel se declara suarista; su referente político era el presidente Adolfo Suárez. Con UCD obtuvo 4 concejales y con el CDS, ya desmoronado, hasta 7, algo insólito que se explica sólo por la impronta del empresario en su ciudad. En esa legislatura pactó con Villargordo y de ahí esa corta etapa como alcalde.

–No veo bien el panorama, a la democracia y la libertad le pasa como a las cometas, no funcionan bien sino están bien sujetas,– dice a modo de análisis.

¿Falta liderazgo?, le pregunto. Dice que sí y ahí lo deja.