Oscuro

    15 mar 2020 / 11:13 H.

    Cuando Donovan llegó a Tordesillas la Nueva, el enterrador (que realmente debería llamarse ennichador) ya estaba escribiendo el número cuatrocientos cincuenta, junto con el nombre y una fecha, sobre la placa de yeso laminada que tapaba la entrada al nicho, y que había sido anclada meticulosamente con yeso. Donovan admitió que todo estaba concluido. Los cuatro rascacielos de Tordesillas la Nueva estaban diluidos en la calima de unos días turbios de septiembre. Dos horas después del entierro Donovan estaba sentado en un parque de la ciudad, sintiendo que la normalización de la vida llegaría con el comienzo de la liga de fútbol. Que la canción del verano había perdido toda su fuerza y que las escasas moscas que había dejado nuestra civilización enflaquecían con unos vientres delgados y curvos. Se volvían torpes para volar: describían círculos insonoros, sin sentido, y sus patas habían dejado de tener la capacidad para sentirlas en nuestra piel. Donovan apretaba en su mano izquierda las llaves del apartamento en el que debía de entrar para concluir aquel viaje. Estaba tomando aliento para subir al piso treinta, abrir la puerta trescientos cuatro y decidir lo que había que guardar o tirar. Sentado en el parque pensaba en el viaje apresurado que producen las muertes y la coincidencia de que, precisamente aquella, se produjera a punto de inaugurar su negocio de “salas de espera” en la más emblemática avenida de Irdania. Donovan tenía mucha fe en aquel negocio que consistía en un local en donde la gente pudiera esperar a que se acabara el tiempo sobrante entre una cosa y otra. Se trataba de una sala simple, climatizada, limpia, silenciosa, cuartos de baño resplandecientes y con unas silla que conforme se echaran monedas se convertía en un cómodo sillón. Aquellos locales permanecerían abiertos durante veinticuatro horas. Donovan apartó su pensamiento del negocio que estaba montando, después suspiró, dejó las llaves del apartamento que debía visitar en uno de sus bolsillos e inició el camino hacia el rascacielos. En el ascensor pulsó el número veinticuatro, piso en el que habían encontrado el cadáver. Bajó. Nadie podría decir que aquel distribuidor hubiera albergado la tragedia. Miró el suelo. Descubrió, próximo a un rodapié, una diminuta lentejuela plateada que le trajo recuerdos imposibles de no llorarlos. Subió por las escaleras los seis pisos y fue encontrando fácilmente ocho lentejuelas que las fue dejando en la palma de su mano. Descansó sentado en un escalón antes de enfrentarse a la puerta que debía de abrir. Introdujo la llave en la cerradura y entonces fue cuando se sobresaltó. Fue como una descarga eléctrica que hubiera entrado por los oídos y albergado en el pecho. Había escuchado un rugido ronco y profundo. Descendió rápidamente por la escalera buscando una salida mientras las lentejuelas caían de su mano.