No digáis que no, aprovechadlo

Relato en primera persona del proyecto en uno de los barrios más desfavorecidos de Lima atendiendo y dando educación a los niños y las niñas del Morro Solar

21 jul 2019 / 13:52 H.

Conocen ese vídeo que habla de la zona de confort y de qué hay más allá de ella? El mismo que dice que cuando uno sale de ahí, entra en la zona de pánico, porque se trata de una zona desconocida, en la que no hemos estado antes y nos genera miedo e inseguridad. Pues eso mismo sentía yo cuando apareció la oportunidad de realizar este viaje, cuando estaba haciendo la maleta, cuando me monté en el avión dispuesta a pasar casi doce horas allí sentada, sola y con un mundo nuevo por delante. Pero, ¿conocen cómo sigue ese vídeo? Confirma lo dicho, que cuando uno da un paso fuera de su zona de confort aparece la zona de pánico, aunque es pequeña, que enseguida se convierte en zona de magia. Y menuda magia, y menuda suerte he tenido de poder realizar este viaje, con estas circunstancias, de la mano de una ONG de bandera y compromiso verdadero, junto con Mensajeros de la Paz, con esta gente. Y es que me siento tan afortunada después de haber vivido todo esto, que es inenarrable mi alegría. Y no sólo por ser consciente de los medios y las oportunidades que tenemos aquí en España.

Me siento una tremenda afortunada porque ese miedo inicial se disipaba cada vez que pensaba en lo que padre Julio me dijo justo antes de irme: ‘Sé que vas a estar bien’. Qué suerte tener en mi equipo a gente como Julio Millán Medina, esa sensación de confianza plena, de cerrar los ojos e ir de su mano, no tiene como pagarse más que con el corazón. Qué suerte cruzarme con la familia Larrea Vassallo; con Alina, Víctor y sus hijos Víctor Alonso y Alina. También con las Vassallo Doig. Qué suerte su acogida, su cercanía, su forma de abrirme las puertas de su casa, de su hogar, y sentirme una más. Un gracias se queda corto, se queda pequeño ante lo que he sentido y compartido gracias a todos ellos. Qué suerte haberme enfrentado a esto sola, no quedándome otra que ser valiente. Qué suerte que haya sido Perú, con esa capital caótica, llena de gente y de carros (coches), donde he tenido que aprender a subir y bajar del bus con el pie derecho, donde los huevos se compran al peso y los pasajes del bus son negociables; bueno, como todo. Un lugar donde pasear sola no me convencía al principio y terminé casi volviendo a casa andando y disfrutando de la ciudad cada conclusión de la jornada de voluntariado. Qué suerte que haya sido en la bella y maravillosa ciudad de Lima. Qué suerte pasar cada día en el Centro de Día, cuánto he aprendido de las ‘misses’ (allí se les llama así a las profesoras), cuánto he disfrutado con los chicos y las chicas en los salones y en el recreo, qué bien he comido en el comedor (aunque el pollo a la brasa también estaba rico, amigas cocineras). Bendita suerte visitar La Comunidad casi a diario. Compartir con los peques cómo les ha ido el día, jugar, hacer tareas en los asentamientos humanos, que están el Morro Solar, en el distrito de Chorrilos, allí donde Lima no quiere ir y sí la gente de Mensajeros de la Paz de Perú. He aprendido y disfrutado tanto también con ellos, que nunca olvidaré estas tres semanas en Perú.

Qué suerte poder empezar mi día en la Movidlidad (en peruano, autobús). Aunque jamás me había levantado tan temprano, nunca antes tampoco había abierto los ojos y estaba tan despejada con el sonido de la alarma. Y bendito último viaje en la Movilidad, cuando ya dejamos a los últimos chicos y Julio y yo, (a veces acompañados por una miss), volvemos a encerrar el autobús en el centro y así dar por concluida la jornada. ¡Era tan regenerador! El silencio y la calma te permite ser consciente, por unos minutos, de lo maravilloso que ha sido, una vez más, los viajes en ese autobús de Mensajeros y cómo los chicos se van felices cantando. Esa sensación de cada día allá, detrás del Atlántico, me vuelve cada instante en España. He vuelto a llena pero vacía, no me ha quedado nada dentro. Ni un abrazo sin dar, ni una palabra sin decir, ni una chispa de energía, completamente vacía y enormemente llena de todo lo que he recibido. La sensación de exprimirse, vaciarse y volverse a llenar de esta manera, jamás la había tenido. Que al final era el conjunto de todo lo que había ocurrido durante el día, pero que era más consciente en este ratito de calma. ¡Qué suerte poder ser consciente de todo esto! ¡Qué suerte poder contarlo en el periódico para que sepan los jiennenses qué hace Mensajeros de la Paz muy lejos del Santo Reino!

Sobre todo lo vivido, una guinda aquella fiesta final de despedida, en la que considero que no merecía tanto. Y es que, cada vez que salía un grupo de niños a bailar o recitar alguna poesía que rimara con Rosa (ya saben, maravillosa, preciosa), sonreía y aguantaba la lágrima. Si ellos supieran que en la balanza de lo que yo he podido dar, con lo que me he empapado de ellos, salgo ganando con creces. Las fotos, los carteles, las tarjetas. ¡Qué suerte! ¡No entiendo por qué nos quejamos tanto aquí!

Qué suerte que haya gente dispuesta a vivir con amor. Con amor por su trabajo, con amor hacia los demás. Qué suerte haber descubierto a tanta gente con magia. Ser capaz de distinguirla ha sido maravilloso. Porque es lo que hace a este proyecto único. Que además de tener a muy buenos profesionales trabajando, muestran amor hacia los chicos; a cada instante, con infinidad de gestos, ¡cuánto los quieren! Y qué suerte haber podido ser testigo de ello. Qué suerte que este proyecto y Mensajeros de la Paz cuente con Carmen Guzmán. ¡Qué suerte tienen los niños y las familias, qué suerte he tenido yo!

El último día que estuve en el centro, me dijeron el mejor piropo que me podían haber dicho y me dirán nunca: ‘Rosa, tú eres mensajera’. Sólo de recordarlo se me pone la piel de gallina. Soy mensajera de la paz, qué suerte. Qué suerte volver con la maleta tan vacía pero tan llena. Qué suerte haberme exprimido al máximo, qué suerte esta sensación que tengo de vacío y lleno al mismo tiempo. Qué suerte poder parafrasear a la madre Teresa de Calcuta y hacer mía esta filosofía de vida: ‘El que no vive para servir, no sirve para vivir’. Qué suerte haber intentado contar mi experiencia con palabras y fotos y aún así considerar que no he sido del todo capaz de hacerlo. Porque ha sido algo inefable, algo que alumbra tu vida, algo que llena el corazón. Por esto, si alguna vez tenéis la oportunidad de vivir una experiencia así, os animo a hacerlo, veréis cuánta suerte tenéis.