Feliz entre los pueblos nómadas

El padre Villaverde narra sus vivencias misioneras. Explica cómo surgió su vocación y sus diferentes experiencias al servicio de la misión. “Sin duda la volvería a escoger entre cualquier otra opción, sin duda la volvería a vivir”, dice

27 nov 2016 / 11:23 H.

Nací en una aldea cerca de Santiago de Compostela en 1953. Soy el penúltimo hijo de una familia numerosa, una familia humilde de campesinos, trabajadora y religiosa. Mi madre era la levadura que nos daba vida y nos ayudaba a crecer desde dentro, y era también “la mujer fuerte” de la Biblia.

Mi familia fue mi primera iglesia y sagrario, mi primera escuela y libro, mi primera llamada vocacional a compartir y ser generoso. A los 12 años ingresé en el Seminario Menor Diocesano, donde se respiraba un buen ambiente, abierto, pastoral y misionero, y donde recibíamos a muchos misioneros de paso que nos hablaban con pasión y emoción de sus andanzas, aventuras y experiencias en los “lejanos y fascinantes” países y territorios de misión. Con 14 años yo tenía bastante claro que quería ser sacerdote pero, al mismo tiempo, algo nuevo estaba empezando a cocerse en mis sueños, en el compartimento más íntimo de mi corazón. Una noche en la que estaba ojeando un número especial de la revista Aguiluchos, dedicado a la vida de Daniel Comboni, me impresionó la viveza de sus descripciones del sufrimiento de los esclavos sudaneses a manos de negreros sin escrúpulos, pero también su esfuerzo y dedicación por aliviar sus penas, por romper cadenas, por liberar.

Esa noche supe con certeza que mi vida iba a dar otra vuelta de tuerca: Dios me estaba llamando no solo a ser sacerdote, sino también misionero y, con toda probabilidad, comboniano.

Tanto mis amigos como mi director espiritual coincidieron en aconsejarme que me lo tomara con calma, que siguiera con los estudios y que diera tiempo a aquella idea. Y así lo hice.

Durante un viaje de estudios a Madrid, visité el Centro de Animación Misionera de los Misioneros Combonianos y me entrevisté con el encargado de la pastoral vocacional juvenil, el padre Ismael Toribio, quien dijo que primero debía hablarlo con mis padres y lograr su “consentimiento y bendición”. Y esta no iba a ser tarea fácil. Mis padres no estaban por la labor. Estaban ilusionados con mi vocación sacerdotal diocesana... Esperaban vivir sus últimos años en paz y tranquilidad, en alguna casa parroquial de la zona. La posibilidad de mi marcha a tierras lejanas les cayó como un jarro de agua fía y les dejó fuera de juego. Y a mí, destrozado, dividido, sufriendo en silencio y encontrando ánimos y fuerza en la experiencia de Comboni.

Esta fue la prueba de fuego, la primera gran dificultad en mi camino vocacional. La solución llegó por sí sola, aunque en el último momento. Unos días antes de la fecha fijada para mi marcha al noviciado de Moncada (Valencia), en un acto de generosidad y amor sin límites, muy propio de ellos, mis padres y mis hermanos me dieron al despedirme su autorización y bendición.

El viaje entre Santiago y Moncada, en tren, era lentísimo en aquellos tiempos. Pero gracias a Dios mi primer viaje misionero (por aquello de “sal de tu tierra, deja tu gente...”) fue en autobús y con un grupo de jóvenes novicios, que se habían pasado las vacaciones de verano trabajando como peones en la construcción de un nuevo seminario menor comboniano en el monte Pedroso (Santiago de Compostela). Ellos fueron mis primeros maestros, mis primeros formadores, mi primer punto de referencia y admiración.

Era el 9 de septiembre de 1971, y lo que vi, lo que sentí, lo que viví... me gustó y me quedé con los Combonianos, dispuesto a hacer, junto con otros 50 jóvenes, los dos años de noviciado. Al final de esta etapa falleció mi madre, con solo 57 años.

El 9 de septiembre de 1972 con la profesión pública de los votos temporales entré oficialmente a formar parte de la familia comboniana.

Fue una suerte poder estudiar Teología en Granada con los Jesuitas, junto a cinco compañeros y amigos, unidos en las alegrías y las penas, y con la guinda del trabajo pastoral de los fines de semana en Tocón de Íllora, un pequeño pueblo de jornaleros a unos 40 kilómetros de Granada... ¡No se podía pedir más!

En mayo de 1979 realicé los votos perpetuos, recibí el diaconado en el granadino barrio de Haza Grande y, en junio fui ordenado sacerdote, en el Seminario de Santiago de Compostela. Estaban a mi lado en este día tan importante mi familia, los amigos, los vecinos... con los de cerca y los de lejos como mareas vivas y piedras angulares de mi vida.

Llegué a Kenia a finales de 1989. La primera misión suele ser el primer amor y el tiempo del entusiasmo y de la ilusión. Ese lugar para mí fue la diócesis de Lodwar, donde desarrollé durante seis años una labor misionera de primera evangelización entre los turkana tribu de pastores nómadas y seminómadas. Puedo decir con nostalgia que, en muchos aspectos, allí viví los mejores años de mi vida. Lo mejor, sin duda, la cercanía y el cariño de la gente sencilla, la buena sintonía con el obispo y los demás agentes de pastoral, el proyecto para niños desnutridos y con minusvalías. Entre lo negativo, las luchas intertribales, las epidemias y las sequías prolongadas... Lo más duro, el sufrimiento o la muerte de los niños. Y ya en el campo personal, el momento de partida y la separación.

Desde Lodwar pasé a la diócesis de Ngong, en el centro del país, donde me centré en la animación vocacional para todo el país. Y desde allí a Marbasit, para trabajar de nuevo con grupos de pastores nómadas, los borana, los gabra y los rendiles, por citar solo a alguno de ellos. Trabajo, después, de primera evangelización, que desempeñé durante cuatro años. Y de allí, de nuevo, a la diócesis de Ngong, para trabajar en la formación y el acompañamiento vocacional en el Postulantado Comboniano durante 6 años.

Cuando vuelvo la vista atrás, con una mirada amorosa y crítica, soy consciente de que ha habido un poco de todo. En conjunto, todas estas actividades, vivencias, experiencias..., todos estos años., esta parte importante y significativa de mi vida ha merecido la pena y con creces. Sin duda la volvería a escoger entre cualquier otra opción, sin duda la volvería a vivir, aunque cambiando muchos matices, añadiendo nuevas ilusiones y diferentes actitudes. Mi vida como misionero tiene el sello y el color que me ha prestado uno de los profetas: “Mira que no sé hablar, que solo soy un muchacho”. Cuántas veces me he sentido identificado con esta actitud básica en todo aquel que se siente llamado, seducido, contagiado, golpeado por esa llamada: “Sal de tu tierra y vete”. Además, mi vida como misionero comboniano tiene el sello, el sabor y el color presente en la experiencia de los discípulos de Emaús: “Le reconocieron al partir el Pan”, todo pan, cualquier pan.