extraordinaria

BUENA DIGESTIÓN. En una cena con sorpresas poco agradables, un buen vino puede ayudar a cambiar la noche

21 jul 2019 / 13:52 H.

La verdad es que salí del hotel aliviado. Demasiado tiempo dentro y bastantes acontecimientos ocurridos para ser un lugar civilizado. Todo empezó a mediodía. Nada más entrar en la habitación oímos un clic apagado pero insistente. “¿Qué será?” En la habitación no había más almas que las nuestras. Hasta miré debajo de la cama. El baño relucía en blanco. Clic, clic, clic. Abrí la ventana que miraba a la calle. Nada. Ella comenzó a verbalizar sospechas improbables, pero el clic, clic continuaba monótono. Llamé a recepción. Incredulidad absoluta. “Que suba un mozo”, pedí. A los tres minutos llega un chico vestido todo de verde apagado con festones negros chorreados sobre la chaquetilla y en los laterales del pantalón. Los zapatos eran de rejilla.

“¿Qué ocurre, señor?”. Le conté rápido el asunto del clic, clic. “¿Lo oye ahora?” Sí, sí”. “¿De dónde viene?” Pusimos máxima atención los tres, pero ella interrumpió el momento poco después: “Viene de todas partes”. “Señora, creo que llega desde detrás de esa pared”, y señaló el espacio que mediaba entre la mesilla y el armario. “Escuchen...” Clic, clic, clic. “¿Qué hay ahí detrás?” “No sé”. “¿Puedo?” Y sin dejar tiempo a que asintiéramos siquiera, levantó el teléfono de la habitación. “Sebastián, el ruido llega de... ¿Qué puede ser?” “Ajá, ajá, ajá... Vale, eso haré”. “Creemos que es el deshollinador”. “Deshollinaqué?”, exclamó ella. “La persona que limpia los respiraderos del edificio”. “¿Respiraderos?”. “Sí, una especie de chimeneas cuadradas que suben hasta la terraza del hotel desde el sótano”. Golpeó entonces con los nudillos sobre la pared una, dos y tres veces. De pronto el clic, clic cesó. El chico hizo sonar un tantantantantanrandatantan y pronto tuvo una respuesta idéntica desde el otro lado. “Es el deshollinador, lamento que les haya perturbado tanto, disculpen”.

Ella se compuso como para una ocasión muy especial. Un vestido fresa chorreado de esmeralda y unos pendientes romanos ágata y oro. Era nuestro aniversario de boda y cenaríamos en el jardín del restaurante del hotel que nos habían recomendado vivamente, un híbrido entre La Bien Aparecida y Ramsés, con un toque de autenticidad leonesa tipo Filandón. Rapes y lenguados inmejorables, ensaladas de naranja a la andaluza y cubos de chocolate rellenos de manzana.

Bajamos sin novedad. Un eslavo (ruso quizás) sonriente y ojos rojizos la miró como si quisiera lamerla, pero por fortuna fuimos solos en el ascensor. Anochecía. “¿Nos tomamos un aperitivo en el césped?” El camarero sirve una copa de Belondrade y Lurton blanco para ella y una Alhambra 1925 helada para mí. Palabras intrascendentes y miradas galantes. Y, de repente, “Aaaaaaahhhhhhhhh, una serpiente, ¡¡¡una serpiente!!!” Efectivamente, algo parecido a una gran culebra se perdía debajo de un seto al fondo. Gran alboroto. Carreras y huidas. Y dos niños se tronchaban de risa medio ocultos tras las cortinas del gran ventanal abierto al jardín: teledirigían una culebra simulada.

Tuvimos que esperar a la segunda copa para que llegara el sosiego a nuestra cena. Afortunadamente, el blanco de Rueda y el tinto Macán ayudan bastante. La noche se encapotó pronto, pero nosotros seguimos por más de dos horas disfrutando de las estrellas.

Al día siguiente pido la cuenta en recepción. “No le dejes propina después de tanto sobresalto”. “¿Pero acaso lo has pasado mal?” “Es que lo de la bicha...” “Me da la cuenta de la 409”. “¿Qué tal la estancia, señor?” “Bueno, la cena extraordinaria”. “Muchas gracias, aunque creo que tuvieron otros acontecimientos también extraordinarios”. “Sí, unos chicos...” “Lo sé, lo sé. La dirección les pide muy sinceramente disculpas. Están ustedes invitados a la cena”.

Ya en el coche camino de casa ella rompió el silencio de varios minutos y dijo: “Estos ricos en ocasiones tienen un detalle”. “Un detalle, sí”, asentí.