El aperitivo: curar con tan solo la palabra

De terraza. En la cultura española existe un hábito general por salir, tomas tapas, un café o unas copas en la calle

15 sep 2019 / 11:43 H.

El aperitivo es un clásico en España, un hábito, una necesidad, una cura. Es como un árbol frondoso en el que crecen enormes y alargadas ramas que en su tiempo nos alumbran con flores multicolores y olorosas. Le llaman también tomar un café, una copa, unas cañas, unas risas o vámonos al centro, a Malasaña, al Arenal, al Tubo, la calle Laurel..., a ese lugar o espacio donde, especialmente el joven, acude como el que necesita un beso urgente de quien ama o simplemente para limpiarse las telarañas del día o sacudir los cascotes que le dejó la semana en la chepa. Los españoles somos muy de salir, como en general todos los mediterráneos. La calle, la plaza, la terraza o el bar son nuestra segunda casa, o la primera en multitud de casos. Es nuestra mejor, más atinada manera y antigua de socializar. La palabra, la risa y, en ocasiones, las canciones, nos espolean más que cualquier otro afán. Nuestros mejores deseos —y acaso algunos flecos del amor— los proyectamos en estos momentos; instantes que nos animan mucho más que cualquier otro anhelo personal o social. Dos cañas relajan más que diez minutos de masaje en cuello y espalda, y un gin tonic a 24 grados y con leve brisa marina en la cara, incluso te hace creer que eres buena persona. Las tortitas vespertinas de El Corte Ingles, y mil establecimientos más, conocen la intimidad (con su mentiras y cinismos incluidos) de nuestra clase media urbana con la precisión que Facebook jamás llegará a alcanzar, a pesar de los ingentes bombeos de inteligencia artificial que inyecta a la máquina. El café en sus centenares de formatos o presentaciones guarda en su memoria de loro todas las fases de la soledad y sus caras, y la totalidad de las confidencias, pues gran parte de las decisiones que tómanos las construimos sorbo a sorbo. No hay canto de habaneras que no arranque después de un trago y viarios abrazos, y las chirigotas de Cádiz nunca hubieran sido escritas ni interpretadas sin ese perro encantado, verde y amarillo, que tienen tan a amano y llaman fino. El aperitivo es el psicólogo nacional, como antaño lo eran las sillas a la fresca de nuestras madres y abuelas. Entorno a un velador plateado o apoyados en la barra vamos expulsando, exhalación tras exhalación, las silicosis acumuladas en nuestras almas tan frágiles. Las emociones surgen como un popurrí de canciones conocidas: ora me irrito y blasfemo, ora te beso en la boca. El aperitivo no ciega ni empacha; no termina en jumera o en la ciénaga, tiene su límite. Hay que volver al trabajo, ir a comer, recoger al pequeño, esperar a que salga ella de trabajar. Es solo un tiempo para relajarse, para expulsar las miasmas del día y recuperar el aire favorable que tanto necesitamos a través de palabra, la risa, la mirada y el abrazo. Es el mejor tiempo para conocer y reconocernos. La mirada del otro importa, y el fluir de nuestras conversaciones suele venir espoleado por una espita abierta del subconsciente. Si, hablamos del tiempo, o de la noticia del día que impacta, pero en realidad somos nosotros que nos miramos tratando de conocer hasta qué punto nos besa o nos taladra el tiempo. La borrasca, estancada y espesa, de nuestro último tiempo persigue al aperitivo sin siquiera haberlo conocido. Todo es trabajo; vivimos muy lejos del tajo, el transporte es caro y la vivienda imposible. Nos roban ese tiempo para la palabra y el desquite. No saben (aunque tampoco les importa) el daño que infringen a la tropa trabajadora al robarle ese tiempo del café o la Coca-Cola. Desde que el desayuno se toma en un cubil dispuesto en la fábrica y la oficina, o las cañas son para el fin de semana, el incremento de antidepresivos, ansiolíticos y otras serotoninas se ha multiplicado por no sé cuánto en España. Somos los campeones de Europa también en este pastillleo. ¡Con lo bien qué cura la palabra!