La mujer Hopper

05 abr 2020 / 11:23 H.

El reloj, la pulsera y los pendientes llevan petríficos sobre la cómoda casi un mes, los vestidos intactos en el armario y los zapatos en cajas eternamente ordenados. Son testigos mudos de cuando el coronavirus no nos había sucedido. Se han quedado sin utilidad en esta vida confinada. Los objetos están a la espera de que la mujer de Hopper en la que me he convertido recobre el aliento, cierre el libro y tome el control de sí misma.

La vida se ha reducido tanto que hasta el mundo ha dejado de ser redondo. Ha adoptado la forma rectangular de una ventana, de una pantalla transparente también confinada e imposible de traspasar.

Contemplo el mundo en soledad desde el teleobjetivo inamovible que enmarca la ventana. Miro y solo veo la línea recta del horizonte mutilado por el confinamiento y reducido a los edificios del otro lado de la calle, calle arbolada, pero menor. Oteo la vida a ralentí, el silencio inquietante roto por el ladrido de un perro, un coche lejano o el resuello ahogado de los niños del vecino del bajo B que juegan sin parar —son seis— al tenis de mesa. De golpe, tensión vecinal. Desde un balcón invisible a este “zoom out” que tengo que hacer para ampliar el campo estalla un grito: ¡Vete a tu casa, bravo por la poli! Y, vuelve el silencio, este limbo tambaleante en el que estamos sumidos. ¿Pensamos, quizá, que las palabras atraen al virus, al coronavirus? El miedo resiste en este silencio pero quiero percibir que también la esperanza armada de un ilusorio futuro.

He desarrollado un potente “timeline” en alerta permanente en esta pantalla imaginaria que confina la ventana. Es la única manera de visionar, medianamente, el frenético discurrir de estos días en bucle. Es la única manera de que quepa en la mente tanta incertidumbre, sucesos desesperantes, inactividad agotadora y actualidad inasumible. La vida arrasada. Días, casi idénticos, asaltados por la inutilidad personal ante el confinamiento, mientras otros (muchos) se parten el eje. Los agricultores fumigan las calles de los pueblos de Jaén. Fueron los primeros, los “primarios” imprescindibles, en sumarse a la ola de voluntarismo, solidaridad y de humanismo, esa manera de estar en el mundo, que crece por doquier. La lejía no matará el azahar. Este aire perfumado nos ayuda a respirar. Respiro, respiro.

Pasada la sorpresa, el desconcierto y la euforia de los primeros días, me instalo en la rutina en esta caverna digitalizada, confortable. Llevo con inaudita disciplina esta cárcel involuntaria, inesperada, a veces desoladora, pero siempre iluminada y soportable. Fuera el catastrofismo. Estoy a salvo, eso sí, perpleja, abrumada, trémula. La contradictoria condición humana.

Ahora soy una estatua de sal con la mirada fija en este horizonte truncado. Muchos pregonan aceite pero venden vinagre. La radio, que siempre está ahí, anuncia que los test no funcionan. Derrumbe. Los especuladores, los bandidos, los depredadores de dientes ensangrentados llegaron primero, manchan el cristal desde el que se ve un mundo sin rumbo fijo. Conmocionado, noqueado, viviendo una distopía real. Cambiar de paradigma. Pensar ya en el después. “Va, pensiero”.

En este vertiginoso “timeline” pasan los días comprimidos y los datos acelerados de cifras récord, de los contagiados, de los muertos y las altas sanitarias y entonces aparece en imagen un barredor que sólo retira hojas de los árboles. No hay residuos en la calle. Paradojas de ahora. Las residencias de ancianos son el objetivo del virus y de nuestros “salvadores”. Estupor. Cualquier noticia queda eclipsada por la siguiente. Trump se conforma con doscientos mil muertos y Bolsonaro habla de “resfriadiño”. “La estupidez, dice un tótem del periodismo, es más difícil de derrotar que la delincuencia”. ¿Delincuencia? La maldad galopa por Internet y vende humo, remedios caseros, vacunas que ni están ni se les esperan.

La mujer vigía en la que me he convertido se alarma cuando por la esquina aparece una mujer, como una balanza oscilante, con dos bolsas voluminosas y la cabeza hundida. ¿Será humillada en su hogar? Trae adherida a sus manos toda la zozobra que nos invade. Una metáfora andante del sufrimiento que nos acongoja. Su cuerpo triste transpira la fragilidad del momento, el peso del miedo, el terror a traer a casa al enemigo invisible. Los pocos que salen parecen caminar con un “velum” protector pero nada fiable.

No hay material sanitario suficiente. La epidemia se extiende por todo el mundo y quiere acabar con nuestro mañana. Hibernación económica, quizá muerte definitiva. Las punzadas continuas del “timeline” que proyecta esta pantalla van directamente al corazón, a la cabeza y al hígado y me encojo y me hago diminuta detrás de la ventana indiscreta. La de Hitchcock fue una leve premonición de lo que nos ha caído encima. Hay un ruido abisal de banderas de odio y ácido sulfúrico. ¡Qué angustia produce tanto escombro, tanta chatarra verbal!

Una mujer cercana y sus “neurocosas” espantan mi sueño. Lo serena Dora, a sus 90 años, que llena la línea telefónica de palabras amorosas y alegre charla. Se despide con una copla, con una estrofa de la plegaria que acaba de componer. ¡Si mi madre la oyera! La emoción me sube como una enredadera desde los pies hasta la nuca, en este encefalograma de sentimientos y mensajes que amenazan con ahogarme. Hay vida fuera y tendrá que ser mejor. La nueva narrativa tiene que ser intelectual y emocional sin hipérboles.

La mujer de Hopper mira ahora apoyada en el alféizar como si posara para Dalí en días serenos frente al mar, pero en el océano de este inquietante horizonte hay monstruos diminutos y temibles. Que se detenga este tiovivo descompuesto que nos mantiene inanes, rotando o varados a la orilla de la nada. La mujer daliniana se vuelve sobre sus talones y cae sobre el sillón, desnuda, ausente como la inmortalizó Hopper una y otra vez. Levanta, mujer, piensa y camina como recomienda Lledó, discípulo y maestro a la vez del peripatético Aristóteles. Hopper reflexionaba sin moverse. Mañana llega todos los días. Nada detiene el tiempo. ¿Se vislumbra ya la curva? Sí, parece que sí.

Tanta imagen acelerada se hace insoportable, nubla la vista. Abro la ventana y aplaudo por los dioses lares, por los héroes cotidianos, por los muertos, por los contagiados, por los confinados, por esa puesta de sol que acabo de vivir y por la expectativa de volver a disfrutarla mañana. El Apocalipsis no es esto, pero sí un serio aviso. No quiero que la naturaleza se quede como muerta, no quiero la vida detenida como en esos desoladores cuadros del poeta de la soledad, Edward Hopper. Quiero que desaparezca este rictus tenso. Alguien apretará el botón del off de esta pantalla, pasaremos a la siguiente y, quizá, estaremos salvados. Entonces, quiero ser una de esas dos mujeres de la ventana, sonrientes, serenas, divertidas que miran de frente a la “cámara” que portaba Bartolomé Esteban Murillo cuando las retrató.