El juego de los espejos

    11 dic 2016 / 11:23 H.

    El apartamento no tenía nada de particular, salvo que en el cuarto de baño había dos espejos. Uno frente a otro. El retrete estaba en la línea de reflexión de los espejos, de tal manera que, tomado asiento en él, tu cara se desdoblaba, desdoblaba y desdoblaba ... “¿Y esto?” —la contestación del portero que enseñaba el apartamento fue escueta— “Pues... los pusieron así. Caprichos de la gente”. Para un contrato de tres meses importaba más la proximidad al trabajo que los muebles y el espacio. El apartamento, de 30 metros cuadrados, se resumía en cocina, salón, dormitorio y cuarto de baño. Los muebles eran los habituales, contrachapados y funcionales.El apartamento estaba explícitamente limpio, salvo en el portarrollos de porcelana del cuarto de baño, en donde una huella marrón indicaba que alguien había dejado consumirse un cigarro. El portero, pensando que no lo veía, pasó la palma de la mano y lo dejó limpio. Me callé. Mi trabajo participaba de turnos de mañana, tarde y noche. Un tobogán de horarios, comidas y sueño.

    En una de mis sentadas entre los dos espejos, percibí que dentro del túnel, que formaban las imágenes con mi rostro, hubo instante en que una de las caras salía fuera de la línea y mantenía su mirada hacia mí. ¡ Y además no era yo!. El agotamiento justifica cualquier visión. Me acosté. Pasaron los días sin que volviera a pensar en la cara hasta que, en otra sentada entre los dos espejos. ¡Apareció!, justo cuando más sueño tenía, pero en esta ocasión me quedé inmóvil para identificar aquella cara. Se escondió y su lugar quedó vacío. Permanecí sin moverme, contando las repeticiones de los espejos. La cara había aparecido en la posición veintiocho. Volví a contar. Sí. Era la posición número veintiocho. Me acosté, pero esta vez, sí ocupó mi mente el rostro y el número veintiocho. Veintiocho eran los días en que acababa mi contrato y dejaba el apartamento. ¿Y el rostro?. Intentaba definirlo: los ojos sin esclerótica blanca, el pelo no tenía contorno y la nariz era romana sin un rasgo masculino ni femenino. Veintisiete, veintiséis, veinticinco... así fue avanzando el rostro sin definición. Cada vez más cerca. Aparecía y se ocultaba. Dejé hechas las maletas para salir el mismo día en que se acababa el contrato. Me desperté. No fui al cuarto de baño y salí. No quería saber nada de los espejos, o que pasaría cuando el rostro avanzara el último escalón. Tiré de la puerta. Cuando estaba en el portal caigo en la cuenta de que me he dejado el móvil en el apartamento. Subo. Cojo el móvil, pero todo me empuja a que abra el cuarto de baño. Lo abro. Está vacío, pero huele a tabaco y en el portarrollos hay una huella marrón; la que deja un cigarro al apoyarse sobre la porcelana. La misma que limpió el portero. Me voy. No miro al espejo.