El “Gorila” de Periche
Su nombre es Juan José Cano Mora. Vive en el cortijo de sus antepasados, situado entre Valdepeñas de Jaén y Frailes, sin luz y sin agua corriente. Su vida es el campo y los animales. Aspira a encontrar una mujer que lo quiera






Yeeeeeee”. Un singular saludo rompe el silencio de una agradable mañana de verano en un lugar recóndito de la Sierra Sur. El rudimentario sistema de riego de una huerta bien cuidada es la única música que acompaña a una figura imprecisa que suelta el hacha nada más ver a humanos en su entorno. Esperaba visita desde hace más de una semana. “¡Vaya periodista guapa que me habéis traído!”, se oye, ladera abajo, desde un vapuleado carril. Allí está él, con una gorra de propaganda bajo la que se adivina una piel bien curtida por la dureza del campo. Detrás de una artesanal valla de madera, atada con cuerdas para impedir la irrupción nocturna de animales salvajes, recibe a la prevista expedición Juan José Cano Mora. “Para servirles”, comenta con una inclinación anticuada. Viste pantalón azul, botas recias y camisa de cuadros. El privilegiado entorno invita a intrépidos deportistas a descubrir lo desconocido. “Los ‘biciclistas’ son los únicos que pasan por aquí”, ironiza.
Es difícil llegar al cortijo Periche. Entre Valdepeñas de Jaén y Frailes, al amparo de blanqueadas haciendas habitadas solo en verano, se alza la Ruta de los Milagros. Tierra de santeros, camino de peregrinación para venerar al Santo Custodio y un lugar con un colorido único y con la naturaleza en su estado más puro. El marco, una sierra virgen y rica en manantiales con una biodiversidad sorprendente. Hay varias rutas por las que se puede acceder hasta la vivienda del protagonista de esta historia. La más corta, por Carboneros, a través de montañas de vértigo en las que los asfaltados caminos brillan por su ausencia. La más larga, por Los Rosales, el recorrido elegido para la ocasión por aquello de evitar pinchazos de ruedas en el vehículo. Un turismo puede llegar, no con mucha dificultad, hasta el Saltadero, un cortijo inmaculado gracias a las trabajadas manos de Francisca Castro. Un rincón auténtico de las viejas costumbres de la Sierra Sur, un regalo para la vista y un remanso de paz capaz de dejar sin palabras a quienes acostumbran a vivir en la urbe. A partir de esa imagen para no olvidar, lo mejor es caminar a pie.
Hasta pisar las tierras de José “Periche” es necesario sortear el ganado tradicional de la zona, dejar pasar las desestresadas cabras —floridas sevillanas la mayoría—, atravesar quejigos de vértigo y ver cruzar veloces perdices y volar buitres a escasos metros. No hay candados en las vallas que separan unas tierras de otras. Fácilmente se pueden abrir con tan solo desatar desgastadas cuerdas pegadas a carteles como el que escribió José Cano: “Cierren de ‘fabor’, gracias”. Una hora de camino separa el sepulcral silencio de la sierra del ruido urbano. Es como adentrarse en un mundo aparte, retroceder años atrás y revivir leyendas como las que cuenta “El Gorila”. Así le gusta que lo llamen. “Ese mote me lo puse yo”, dice. Puede que más tarde el lector pueda llegar a comprender su significado.
Son las nueve y veinte de la mañana. Lleva más de dos horas con las tareas propias del campo. Es domingo, un día más en la historia de un hombre solitario, una especie de ermitaño ajeno a la actualidad, ignorante del estrés y de unas cuantas nimiedades más. Resulta difícil que relate sus orígenes de cabo a rabo. El 12 de octubre hará 76 años que nació en el mismo escenario en el que transcurre la entrevista. Tuvo suerte de que no se lo comieran los “cochinos”. Sin entrar en detalles, desvela un triste y oscuro pasado que siempre tendrá muy presente. Tenía solo siete meses cuando una pelea entre familias terminó en tragedia. “A mi abuela materna la mataron, a mi madre la encerraron tres días en una habitación en Valdepeñas y a mi padre lo metieron en la cárcel”. Fue una vecina la que obró el milagro de rescatarlo de aquel viejo castillejo en el que quedó a expensas de una buena piara de cerdos. Y, de ahí, poco más acierta a contar un hombre al que no le gusta que lo apoden “matasuegras”, como también se conoce entre los escasos lugareños.
Dura fue la infancia de José “Periche”. No tuvo oportunidades para estudiar. Ni siquiera para jugar. Empezó a guardar cabras con siete años y así continúa unas cuantas décadas después. Su única compañía fue su madre hasta que, hace seis años, “el Señor se la llevó”. No quiere ni encender la radio por miedo a la nostalgia. “Ella la tenía siempre puesta”, rememora. Es el único aparato electrónico que tiene en la casa número 137, un lugar maravilloso, situado en una ladera en la que las vistas a Sierra Nevada dan mucho más que alas a la imaginación.
En el cortijo de sus antepasados, comprado con sudor y lágrimas a “cachitos”, aprendió a leer y a escribir con Enrique Rey del Moral, un maestro que, en siete meses, le enseñó las cuatro reglas básicas. “Sé sumar, restar, multiplicar, dividir y hasta las raíces cuadradas”, presume. Y añade: “La verdad es que me gustaba mucho leerme el Catón, pero los animales no me dejaban. Así que me echaba piedras en los bolsillos y se las tiraba a las cabras para que me dejaran un rato tranquilo”. Se defiende en la lectura y tiene una caligrafía de libro sin atenerse, eso sí, a la ortografía. Harina de otro costal. Treinta duros cobraba “Don Enrique” cada mes, aparte de comida y cama. Nunca olvidará aquellos años de inocencia y libertad.
“No ‘sus’ riáis, pero aquí como me veis vengo de gente rica, aunque no tengo ‘ná’”, sonríe. Su abuelo llegó a ser propietario de once cortijos que tuvo que repartir entre sus nueve hijos. “Poco a poco he ido comprando trozos hasta conseguir tenerlo yo entero”, explica. Su madre se hizo famosa en la Sierra Sur gracias a la elaboración de ricos y artesanales quesos de cabra que él, habilidoso para las relaciones públicas, vendía a bordo de sus mulos. Queso y todo lo que daba el campo, desde setas hasta productos propios de la caza.
En la actualidad, Juan José Cano sobrevive gracias a trescientas ovejas, seiscientos olivos, sesenta cerdos y diez fanegas de tierra. Nunca tuvo que lamentarse por pasar hambre, pero fatigas, unas cuantas. Vive tal y como nació. En su casa, a la que resulta harto complicado entrar, no hay luz ni agua corriente. Duerme en un viejo colchón de lana y se calienta, en los fríos inviernos de la sierra, gracias a la lumbre y, si encarta, al vino. En su hogar no hay cocina. Lo más sofisticado que se puede encontrar es un candil. En una especie de establo en el que las gallinas campan a sus anchas, amontona tarros de conservas y todos los enseres con los que se topa en su camino. Difícil imaginar cómo elabora un potaje o cómo cuece las habicholillas de su huerta. Lo mismo de complicado que acertar dónde lava la ropa. Imposible responder a la pregunta: “¿Para qué tiene usted un móvil?”. Necesita recorrer un kilómetro a pie, o en burra, para conectar el teléfono a la red. Y no tiene más remedio que escalar a lo alto de la montaña para encontrar “cobertera”. Sin embargo, le reconforta eso de tener a mano cualquier conexión con la civilización.
jovialidad. En las distancias cortas da la impresión de que José nada tiene que ver con la figura de un solitario ermitaño. De aspecto jovial, dicharachero y sonriente, la falta de oyente para conversar en el día a día hace que su boca no pare ni un segundo. Hombre de viejas costumbres, le gusta un aguardiente mañanero, la cerveza fresca en verano y el vino de la tierra en invierno. Lo de ducharse toca de feria en feria, en el Pozo del Ángel, y, con un poco de suerte, “cuando cae una nube”. El único capricho que tuvo fue un quad. Lo tiene averiado desde hace un año y treinta y cinco días. Está en camino la reparación, pero teme que lo puedan engañar con el arreglo. No sería la primera vez. “Se creen que soy un infeliz en lo alto de un cerro”, bromea. La “amoto” le dio la vida. Le permitía ir a los “picospab” y afianzar relaciones con amigos.
“El Gorila” tiene una obsesión casi enfermiza: las mujeres. Repite a cada instante que quiere encontrar una “nueva” para tener hijos que puedan heredar su patrimonio natural. Aprovecha para “venderse” como buen marido: “No le va a faltar de ‘ná’ y, si quiere, me compro un piso”. Salir de Periche no entra dentro de sus planes. Misión imposible será cambiar su estilo de vida: “Las fatigas me complacen”. Así es él. Un ermitaño rebelde, con un sorprendente don de gentes, criado por sus propios respetos, ajeno a la falta de gobiernos, amante de la naturaleza y enemigo de los médicos. No sabe lo que es una pastilla. Ni quiere saberlo.

Francisca Castro vive en el cortijo del Saltadero, aunque solo durante el verano. El resto del año reside en Frailes. En esta casa blanca ubicada junto a un manantial natural nacieron y crio a sus hijos. Tienen suministro eléctrico desde el año 2000. La intención de su vecino, Juan José Cano, es instalar cuatro postes eléctricos para que la luz llegue hasta su cortijo. El problema es que piensa que alguien lo engañará con el dinero y pagará mucho más de lo que cuesta.