Buscando mis amores iré por esos montes

21 jun 2020 / 12:02 H.

GUSTAVO JIMÉNEZ NIETO

Hace dos días murió el Moni, uno de los buenos amigos que me quedaba; él me contaba con nostalgia sobre la vida en aquella aldea donde nació, el Miravete, en la falda de un fértil valle al que ahora llaman “de las aldeas perdidas” y del cual —todos— tuvieron que partir tras ser expropiados. Él murió en Castellón donde vivían sus hijos, pues hace mucho tiempo decidieron emigrar un día en busca de un porvenir, allí, a los suburbios de la ciudad, en trabajos precarios, perviviendo de la fábrica a la casa sin casi tiempo para respirar... Dejando atrás la vida de hombres libres que les vio nacer y que había sido desde la noche de los tiempos. Atrás quedó abandonado el trillo, y baldíos los huertos, mudas, para siempre, las calles habían acogido el trajín de los mulos hacia las eras, el jaleo de los niños jugando a la piola... aquella vida, la de siempre, dando sus últimos coletazos.

Y en aquel tiempo, justo antes de que la vida de siempre se extinguiera, y en este lugar desde donde escribo vine yo a nacer. En una pequeña aldea, donde todas las casas eran como mi casa, y todos los hombres eran mis amigos... ya casi no me quedan amigos, eran viejos entonces y todos se fueron muriendo, yo fui el último zagal de aquel tiempo ya que los hijos de la generación siguiente nacieron lejos y ya nunca volvieron.

Recuerdo entonces a mi madre amasando, en el horno de la Josefina con aquel techo bajo y negro del humo, como una cueva al fondo de la cual llamaradas consumían ferozmente las ramas de chaparro y el olor inconfundible a pan recién hecho; o Caraba y Perico jugando a las brisca en la sombra de la noguera donde yo sesteaba en los veranos y despertaba con la cara marcada por la hierba, los braseros de leña que preparaba Marcos cuando, en las tardes frescas de septiembre y con las últimas luces del día, si cierro los ojos siento aún el crepitar de las ramas y el brasero templándonos, su voz grave, amable e impregnada de nostalgia; el balido de las ovejas de Saro ya de recogida a su “tiná”, las noches con mi abuela en la lumbre, mientras se cocía en el puchero, y tranquilamente, la calabaza y al lado hervía la mejorana: el fuego era nuestra “compaña”. Y... hablando de fuego, cómo olvidar los “castillos” unas hogueras inmensas en torno a las cuales celebrábamos como tribus ancestrales la llegada de ciertas noches, jugábamos, asábamos patatas, Miguel Ángel “ Tángana” nos contaba, haciendo alarde de una memoria excelsa, historias, refranes y chascarrillos... Y así, tan sin darme cuenta, en un suspiro mi infancia se consumió.

Fue un mal día que para seguir estudiando, a regañadientes, tuve que partir. A los trece, llegué a Úbeda. Aterrizar y sentirme perdido completamente fue todo uno. Lejos de las montañas, rodeado de coches y hormigón; allí comenzó un camino a contracorriente donde me sentí torpe y contrariado, con la sensación de ser un perfecto ignorante, de no saber nada que allí tuviera valor.

Navegué más tarde durante años, saltando de ciudad en ciudad, descubriendo en primera persona lo que el progreso tenía para ofrecerme: veinte años de travesía en distintas urbes, atravesando por universidades en busca de un título con el que trabajar, y aprendiendo algunas cosas, muchas de las cuales quedaron olvidadas. No voy a negar que hubo buenos momentos de amor, de amistad y que conocí algunos lugares notables, sin embargo este tiempo confirmó ciertamente que la ciudad no es para mí.

Así que decidí regresar finalmente a la tierra prometida, mi tierra y la de mis antepasados. De esto hace ya más de dos lustros y quisiera compartir contigo, querida amiga como premio a tu paciencia, un par de aspectos que quizá te interesen y puedas atisbar cómo se ve el mundo desde esta ventana, que está muy lejos del ruido y el trajín propio de “las grandes urbes del imperio”.

Parece que solo hubiera trabajo en la ciudad, y no te voy a negar que vivir lejos de la ciudad tiene su precio, hay que buscarse las oportunidades. Seguramente hay algunas cosas que no puedo hacer por el hecho de vivir “aislado”, que no puedo acceder a ciertos empleos de oficina que requieran mi presencia de ocho a tres de lunes a viernes confinado en una mole de cristal, pero con todo afecto te confieso que otras situaciones son posibles ahora. La arquitectura, el diseño y la fotografía, por ejemplo, son disciplinas que encajan muy bien con mi forma de trabajar autónoma, anárquica y libre, en la más absoluta soledad. Soy renuente por naturaleza y gracias a las nuevas tecnologías vivo como un nómada digital.

Sobre la distancia te diré que no percibo limitación alguna ya que un avión me puede encaminar en un par de horas hacia Río de Janeiro y mi moto me puede poner ahora mismo rumbo Burkina Faso, así que imagina lo “cerca” que está todo en esta isla: La montaña.

Ya voy terminando, pero antes déjame contarte querida amiga, que aquí el huerto está floreciendo y pronto dará tomates de los buenos; que está atardeciendo, ajeno a la prisa y al ruido, bajo la sombra de la noguera que tanto refresca las tardes del verano, que cada día amanece el valle con cielos nuevos al compás de un buen café y un ruiseñor llega cada primavera; que en otoño, aquí mismo cogeré setas y la lumbre será testigo de la nieve del invierno. Al fin no habrá confinamiento alguno porque mis vecinos son los ciervos y mi barrio las montañas.