Y tan alta vida espero
Desde Linares. “Vivo sin vivir en mí y tan alta vida espero, que muero porque no muero”. Me entusiasma tanto la vida de los Santos que cada día me gusta mar leerlas y quedarme con sus vivencias, sus sacrificios, sus alegrías y sus pensamientos. Y cuando aludo al entusiasmo por esas vidas ejemplares, quiero aludir, especialmente, a sus pensamientos y a sus reflexiones. La oración de los Santos es un canto a la vida, un canto a la alegría y un canto a la felicidad.
Ciertamente, la felicidad de los Santos es, en cierta manera, inalcanzable, porque la felicidad es: Fruto de su fidelidad, fruto de su sacrificio, fruto de su entrega y fruto, fundamentalmente, de su unión con Dios. Es apasionante ese: “Vivo sin vivir en mí” de Santa Teresa. Ese, vive pero no vive. Ese, sin vivir en ella, vivifica eficazmente todo lo que encuentra.
Alcanzó la cima del vivir, pues llenó su vida de la grandeza de su Dios. La vida de Santa Teresa de Jesús es una viva llama de amor. Ella genera amor continuadamente y con recia fortaleza; su amor no es dulzón, ni acaramelado, es fuerte y eficaz pero, a la vez, lleno de mansedumbre, lleno de sabiduría. A gritos, y con valentía, quisiera decir, para que mi palabra llegará a todos los rincones, que nos hace falta hoy muchas teresas de Jesús, hacen falta: En plena calle, en los “púlpitos” de los hogares, en las mesas camillas de cada familia, en las aulas de las colegios, en el trasiego del vivir cotidiano, en los lugares de diversión, en los conventos, en el campo: junto a los labriegos, en el mar, en el laberinto de las grandes urbes, en el silencio de las iglesias, en los hospitales dos. Junto a esos enfermos tristes y desconsolados tantas veces. Nos hacen falta teresas de Jesús entre los pobres, entre los desgraciados, entre los marginados de este mundo y entre los ricos y poderosos por sí necesitan el ejemplo de un Santo para rectificar su rumbo. Necesitamos con urgencia en este mundo nuestro: a Teresa, a Javier, a Juan, a Ignacio, a Agustín, a Francisco, a Antonio, a Juan Pablo, a Josemaría, a Álvaro, a Lolo. Y a tantos y tantos más, que oxigenarían este mundo nuestro trayendo el aire puro del amor y de la vida.
Rafael Gutiérrez Amaro