Vivencias jaeneras o la lírica de los recuerdos
Desde jaén Manuel Navarro Jaramillo
El afecto y el respeto que profeso a esta ciudad jaenera comenzó hace cuarenta y cinco años cuando, siendo un niño de apenas once abriles, arribé, junto a mi familia, a este puerto de ese mar de olivos fenicios llamado Jaén. Surcando la paz de aquel océano verdiplata.
El afecto y el respeto que profeso a esta ciudad jaenera comenzó hace cuarenta y cinco años cuando, siendo un niño de apenas once abriles, arribé, junto a mi familia, a este puerto de ese mar de olivos fenicios llamado Jaén. Surcando la paz de aquel océano verdiplata.
Los primeros pasos que desglosé por estas históricas y románticas callejas, llevan nombre de cuatro grandes poetas jiennenses: Moreno Castelló, mi primer domicilio jaenés que me acogió durante años; Montero Moya (esquina calle Colegio) donde fui a la escuela de don Luis Ayala —padre del magnífico pintor Miguel Ayala (D. E. P) que fue mi profesor de dibujo en el Instituto Virgen del Carmen—; Almendros Aguilar, en la que mi madre compraba alimentos en la tienda de Carmina y, a veces, yo la acompañaba en esos menesteres; y Bernardo López, en donde viví muchos años y allí transcurre mi vida laboral. La Plaza de Santa María era mi lugar de encuentro con amigos, tanto en la infancia como en la pubertad, en la adolescencia y en la juventud. Ahora, cuando veo La Plaza tan desnuda, ausente de encanto, tengo el sentimiento de que me han robado parte de mi infancia al recordar cuando trepaba por las ramas de aquellos magnolios de grandes hojas brillosas y hermosas flores blanquecinas, “azaharosas”, que perfumaban el aire catedralicio de aquellos días primaverales. Antonio Machado, en su visita a esta ciudad del Santo Reino, exclamó: “A la catedral de Jaén solo le faltan geranios en sus balcones”. Y el jiennense José Domínguez Cubero, doctor en Historia del Arte, nos dice: “Lo que le falta a Roma es la Catedral de Jaén”. Hoy, desde mi Maestra calle, revivo a los personajes que pululaban por estas vivaces y añosas rúas y que fui testigo presencial de sus conversaciones y de aquel halo talentoso que poseían. Eran otros tiempos. Aunque, ahora, revalido todos aquellos sentimientos y vivencias y me reafirmo en la querencia y amor a esta noble ciudad que, frecuentemente, es maltratada por sus propios hijos, ensuciada y vilipendiada hasta la extenuación, porque no la conocen, quizás, en su historia, en sus leyendas, en sus estilos de arquitectura antigua y desconociendo, también, a personas y personajes que tanto hicieron por esta ciudad y por la humanidad. No obstante, no podemos decaer. ¡Arriba, siempre, nuestra autoestima jaenera! No desfallezcamos ante las adversidades venideras; arrimemos el hombro y dejemos de ser el esfínter de España y podamos decir con orgullo: ¡Viva Jaén!