11 sep 2014 / 11:18 H.
La otra tarde, tras un entierro, con alguna copa de más y un amigo menos, alguien decía que ese ejercicio, el de acompañar al muerto en la iglesia o en el tanatorio y dar nuestro pésame a sus más allegados, en la mayoría de las ocasiones estaba impregnado de egoísmo; porque con esa acción las únicas penas que quedaban redimidas eran las nuestras. No entendí. Y se explicó: “¿Cuánto tiempo hacía que no veías a Fulano (nuestro muerto)? ¿Y la última vez qué os dijísteis? ¡A ver si nos vemos! ¿Verdad?”. Acabó su alegato rogándonos, a todos los presentes, que dejáramos de ir a su entierro, pero que procuráramos no olvidarnos de llamarle por su cumpleaños y un sábado de cada cinco o seis para tomar algo, aunque fuera un agua con gas. Esto dio pie a que otro argumentara que eso mismo, trasladado al ámbito político, ocurría con el estado del bienestar: “Disminuyen la cantidad y la calidad de las prestaciones, pero jamás las harán desaparecer del todo. De ahí sacan sus tantos por ciento, los contratos para los amigos y la simiente para su trasvase a lo privado, toda vez que dejen de dedicarse a lo público”. Y, por último, otro sacó a colación esa canción-paleolítico del maestro Joaquín Sabina, titulada “El joven aprendiz de pintor” y situada, para la ocasión, más en lo social que en lo artístico; y vino a decir que un buen número de los que prestan su ayuda y juran que están y estarán siempre para cuanto sea necesario, no se alegran de un giro en la suerte de sus benefactores; porque además de pasta, legumbres y arroz (por poner un ejemplo de ayuda), en las bolsas echan el deber del agradecimiento. Yo, casi por decir algo, recordé que con demasiada frecuencia nos olvidamos de que para resultar útiles en lo malo primero hay que haber estado en lo bueno; porque en lo malo se presume la obligación y en lo bueno la apetencia. Después, volvimos a brindar por el ausente, prometimos no dejar pasar tanto tiempo hasta la próxima y nos dijimos adiós con la firme intención de empezar a disfrutarnos más y a llorarnos menos. “Hasta que la muerte os junte”, me pareció oírle decir al camarero que había oficiado la ceremonia, cuando se cerraba la puerta.