Una nación de poesía

Hace setenta y cinco años que asesinaron a García Lorca. Ese hecho ha provocado que, para recordarlo, me hayan pedido una conferencia y nos hayamos reunido un grupo de personas en torno a su memoria. Durante el posterior coloquio, he podido comprobar lo vivo que sigue el poeta de Fuente Vaqueros y cómo ni siquiera se han olvidado los nombres de quienes cayeron junto a él (Galindo, Galadí, Arcollas) ni tampoco los de los responsables directos de las ignominiosas muertes, nombres estos últimos dignos de un olvido tan despreciativo que no voy a molestarme en reproducirlos aquí.

    26 nov 2011 / 10:51 H.


    Al acercarse a Lorca, es inevitable preguntarse de qué Lorca estaríamos hablando hoy si no lo hubieran asesinado a los 38 años, cuántos Lorcas sucesivos, que estaban dentro de aquel hombre de 38 años, fueron destrozados por las balas; qué cantidad de libros aún sin escribir cayeron de golpe borrados por la sangre. Consuela algo la idea de que si la muerte siempre deja tras sí un territorio yermo, un hueco como el cráter de un cañonazo, en este caso ni siquiera les sirvió a los asesinos para ese fin sino que, por el contrario, lo que generaron fue una montaña de repulsa coronada por el fértil campo donde se sigue multiplicando la memoria de aquel poeta al que asesinaron, pero al que en absoluto pudieron matar.

    Es verdad que su fusilamiento extendió su obra en la misma medida que lo unía a la repugnancia ante la barbarie, pero también es verdad que ya sus poemas eran conocidos antes incluso de ser publicados, que se escribían a mano para difundirlos y se recitaban de memoria, como si en sus versos residieran el ritmo y la música y las palabras esenciales que él hubiera rescatado de los sustratos emocionales de nuestro pueblo. Por ello, Guillermo de Torre pudo escribir que, si bien se recuerdan los nombres de los poetas que fueron sus compañeros de generación literaria, de Lorca se recuerdan sus versos.

    Cuando Miguel Hernández se enteró con incredulidad de que Federico había sido fusilado en el barranco de Víznar, la indignación por lo que denominó “un crimen cometido por los que no han sido ni serán pueblo jamás” lo decidió a alistarse en el Quinto Regimiento y a acudir a la defensa de Madrid. Quizá lo hizo sabiendo que el tributo que tenía que pagar por defender su sentido de la justicia lo estaba ya condenando a repetir el sino de Lorca.

    Casi un año después, en agosto de 1937, se le dio al poeta de Orihuela un homenaje en el Ateneo de Alicante que él contestó con un discurso de agradecimiento de donde extraigo las palabras que citaré ahora y que, en realidad, son las que he tenido en mente mientras escribía este artículo. Valgan, pues, para cerrarlo: “La desaparición de Federico García Lorca es la pérdida más grande que sufre el pueblo de España. Él solo era una nación de poesía”.   

    Salvador Compán es escritor