Un santuario llamado dignidad

Para un observador despistado, aquello podría ser una especie de romería a algún santuario sin signos externos de serlo. Habían ido llegando en autobuses procedentes de pueblos de toda la provincia y dos centenares de personas se apiñaban en la entrada de la biblioteca de Alcaudete. Ese era el inusitado destino de peregrinación: un lugar de fervor por la cultura, donde las únicas campanas eran las voces de los asistentes y los símbolos no eran cruces sino ese objeto, el libro, tan inofensivo, tan inerte en apariencia como vivo y lleno de mundos en cuanto se abre y libera lo que lleva dentro.

    23 mar 2013 / 09:55 H.


    Se trataba de unos de esos actos que organiza el Centro Andaluz de las Letras en su continua labor de meter la sangre de la cultura en las venas de nuestra autonomía. En este caso, un encuentro provincial de clubes de lectura para dialogar con un escritor sobre el poder de los libros. Por mi parte, compartir dos horas y media con esos dos centenares de coprovincianos fue un regalo: escuchar las razones que los llevan a arrancar tiempo a sus tareas, a sumergirse en páginas que les hablan en silencio, y a buscar luego la oportunidad de reunirse para compartir lo leído, para tratar de que ni una gota de sentido se les escape del libro que, de alguna forma, han hecho suyo.

    Puedo escribir que es una de las ocasiones en que más orgulloso me he sentido de mis paisanos.  Difícil encontrar a un grupo de personas tan numeroso, tan vivo, tan lleno de preguntas y de curiosidad intelectual. Tan rebelde con las limitaciones que les ha impuesto lo cotidiano. Entre todos, construyeron un relato de la necesidad de comunicarse, de agrandar sus vidas y, en consecuencia, de dejar atrás la soledad impuesta por el desconocimiento para cambiarla por una existencia más ancha y más igualitaria. Porque lo que dejaron explícito es que la lectura no es solo un placer sino una necesidad democrática. Es esta la lección que se desprende del encuentro de Alcaudete: frente a la resignación de una provincia a la que históricamente le tocó mirar pasar la vida desde las almenas de la frontera medieval o, todavía hoy, desde los pretiles de la N-IV; frente a esa espera autocompasiva, oponer la voluntad de agarrar la plenitud de la vida y apropiársela como el que se come una tajada de sandía. Para conseguirlo, solo existe un camino que arranca en la enseñanza y acaba (o, más bien, nunca acaba) en la progresiva mejora que nos aportan los libros.  

    Al final del encuentro, una señora pidió la palabra para expresar lo anterior de una manera conmovedora. Dijo que, desde niña, su madre le impidió leer para obligarla a cocinar o a labores de costura, una condena doble porque suma el plus de opresión por ser mujer al de habérsele negado la cultura. Esas dos negaciones las padeció hasta que decidió unirse a la poderosa ola de lectores, que llenaba la biblioteca, para empuñar el arma de los libros. Le dimos el aplauso de la mañana. Ya les dije que lo de Alcaudete tenía aire de romería, de una romería hacia un santuario que se llama dignidad.

    Salvador Compán es escritor