Un río de la vida
Se podría llegar a Martos como lo hacían los antiguos viajeros, orientándose por la altura de su Peña y sabiendo mucho antes de entrar en la ciudad que avanzaban hacia el centro del bosque de olivos, hacia el corazón del aceite.
Fue difícil sacudirme esa sensación mientras me acercaba a la ciudad y, más aún, cuando la cosecha se dio por iniciada en un día, el día ocho, que en Martos representa la frontera entre la expectación y la actividad, entre la espera y la emanación del aceite que, verde y meloso, comienza a derramarse entre los capachos como una presencia brillante donde palpita la vida y una premonición de abundancia y felicidad.
Este acto de extraer el aceite en un parque público, en presencia de una multitud de vecinos, tiene todas las características de un ritual. Con sus gestos precisos, hechos como de una antigua sabiduría, ofician los maestros de molino sobre un altar de madera; los instrumentos de la liturgia son los que ha aportado la tradición, prensas de hierro, capachos, recipientes de lata. El rito empieza a tomar todo su sentido cuando se transforma, como en una transubstanciación, la pasta molturada en zumo, la aceituna en aceite, y la materia inerte cambia su naturaleza y se desliza hacia un líquido que bulle como si de pronto liberara todo el sol y los minerales de la tierra, toda la brisa y la lluvia que durante un año acumuló la aceituna. Pero la ceremonia solo está completa cuando los oficiantes reparten el aceite y los asistentes comulgan con lo que les ha dado la tierra, con el cuerpo y la sangre de su tierra. El sabor pleno a hierba, el ligero picor con un punto de amargura que queda, como si fuera en una, en todas las bocas, ponen punto final a la misa gozosa de la aceituna. El pasado día ocho, se celebró en Martos la XXXII edición de la Fiesta de la Aceituna, pero lo que en realidad se conmemoró fue muchos siglos de una cultura que une a un pueblo con el olivo porque de él se extrae riqueza, salud, costumbres, alimentos o palabras. Y mucho más, porque el olivo no es un simple árbol que le pone su piel de savia a la provincia de Jaén sino un símbolo, lleno de sucesivos significados y que, por ello, puede regalarnos a los jiennenses un mundo que no deja de multiplicarse.
Hay un gen en el olivo que lo hace ser un árbol bello, cerrado sobre sí mismo, cumplido. Tiene algo de inmutable, de permanente, como si estuviera hecho de constancia y llenara nuestro paisaje con la satisfacción de lo que se sabe perfecto y ya no quisiera variar. Como si estuviera hecho con la materia de la eternidad.
Lo que, el día ocho, brotó de las prensas de hierro del parque de Martos fue un río de vida que viene como desde el fondo de nuestra historia para darnos la nueva riqueza del año, pero también para unirnos a otro río de tiempo que nos renueva a la par que nos hace idénticos a lo que fuimos y a lo que seremos. Trae la nueva cosecha un río de siglos que se parece, como el mismo olivo, a la eternidad.
Salvador Compán es escritor