Un pacto de olvido

Manuel Montilla Molina desde Porcuna. Nuestra democracia está edificada sobre una mentira: sobre un pacto de olvido. La transición del miedo, el soniquete del consenso y el olvido de la República. Atendiendo la historia, es cierto que aparece una España avasalladora, que asoló todos los intentos comunitarios y libertarios de la historia ibérica.

    12 dic 2012 / 16:23 H.

    Pero la historia siempre se ha contado como una riña de gatos y perros. Repartir culpas presentando esta historia de agresores y agredidos como la lucha entre las “dos Españas” olvida que siempre fue una, minoritaria y defensora del privilegio, la que pugnaba por dejar a España, toda entera, en el atraso. Porque no ha sido capaz de superar esa mentira, la izquierda española siempre ha tenido dificultades para respetarse a sí misma. Que en el siglo XXI se rindan honores a los que saludaron brazo en alto a Franco, Hitler y Mussolini solo puede generar falta de autoestima en los que se enfrentaron a esos genocidas patrios y levantar una pregunta a los nuevos ciudadanos: ¿Qué pasó en la II República para que hoy gocen del mismo trato los que defendieron la democracia y los que la adversaron? En marzo de 2005, de madrugada, escondiéndose de la luz, era retirada la última estatua de Franco en Madrid que resistió tres años a la barbarie. Apenas unos cuantos curiosos, nostálgicos de la dictadura unos, satisfechos demócratas otros, contemplaron el levantamiento nocturno. Muchos de los que no fueron capaces de derrotar a Franco y se contentaron con verle morir entre tubos y agonía, recurrían ahora a una casualidad histórica para encontrar contento. Pero no hay duda alguna. Una democracia con problemas para poner en su sitio al horror del fascismo es una democracia que lastra la más férrea defensa de sus presupuestos, precisamente el antifascismo, base de los estados sociales, democráticos y de derecho de la posguerra europea. Esa falta de autoestima, que lleva a posiciones nostálgicas, dificulta a la izquierda española para impregnar con sus valores a la sociedad. Si no se ve orgullo y dignidad en lo mejor de la tradición propia, ¿cómo va a construirse política y socialmente ese espacio ideológico? No ha de extrañar que una persona presentada como simpática y popular se convierta en el argumento de fuerza para reivindicar la monarquía, por encima de la razón y el esfuerzo del pasado que reivindicaría la República. Todo forma parte de una construcción que confunde la paz con la comodidad y el conflicto con el odio. Vencedores y vencidos, agresores y agredidos, genocidas y víctimas están aún empatados en una simetría indigna marcada por la Ley de Amnistía de 1976. Ese año, al tiempo que los luchadores de la democracia salían de la cárcel, se exoneraba en la letra pequeña a los genocidas del franquismo de cualquier responsabilidad después del 18 de julio de 1936. La primera ley de punto final no vino de América Latina: fue la de la Transición española. La falta de coraje de la izquierda brindó los argumentos. España es el único lugar de Europa donde el fascismo sigue reclamando sus razones con éxito de ventas en libros y periódicos. Una democracia asediada y acobardada. Una democracia acomplejada que seguía pidiendo perdón a los golpistas. La única derecha de Europa que no ha pedido perdón por sumar a las camisas pardas y negras las azules es el centro-liberal español. Curioso centro que no ha dejado ningún hueco político a su derecha. Con miedo, no puede haber consenso, y con miedo no hay libertad. Junto a la desaparición necesaria del franquismo también se ausentaban el antifranquismo, la II República, el no pasarán y la dignidad de un pueblo que le paró los pies tres años a la caverna.