Un milagro que florece en el corredor de la esperanza

Rafael Abolafia Morales
El que llega a la cárcel de Jaén por primera vez corre el riesgo de perderse. Muros de hormigón y un laberinto de largos pasillos e interminables corredores dibujan un escenario gris. El miedo lo inunda todo. Hay que franquear una y mil puertas blindadas para llegar hasta “dentro”, el lugar donde casi 800 reclusos pagan sus cuentas con la sociedad. Detrás de una oscura garita de seguridad, las celdas.

    12 abr 2009 / 10:23 H.

    Las de toda la vida. Estrechas, oscuras, sofocantes. Una escuela de delincuentes, dominada por las mafias y por los códigos carcelarios basados en la ley del más fuerte y el talión. Es el módulo 5, pero puede ser el 2, el 3 ó el 9. Los funcionarios permanecen aislados detrás de un cristal irrompible. En la “jaula”, el ambiente es denso, descuidado. El humo del tabaco provoca una atmósfera asfixiante. Huele a sucio. El suelo está plagado de colillas y papeles. Hay porquería. Todas las celdas están cerradas y, en las zonas comunes, no existen ni muebles, ni talleres, ni nada que pueda convertirse en un arma. El patio está lleno de reclusos, que no hacen otra cosa que pasear. Parásitos, inadaptados, auto excluidos… Carne de cañón, gente que lleva media vida detrás de los barrotes. Jóvenes enganchados capaces de vender su alma al diablo por “pillar” una pastilla para colocarse un par de horas. Gente de vuelta, tipos duros que no quieren saber nada de reinsertarse, ni de segundas oportunidades. “Aquí hay mucha tensión”. El autor del eufemismo es Juan Santos, con condena hasta 2015 por una oleada de robos. La terrible cultura carcelaria.
    Ese modelo de prisión es el que se quiere enterrar para siempre. Por eso, a escasos metros de los módulos tradicionales están la Unidad Terapéutica Educativa y el Módulo de Respeto, dos iniciativas que llevan años funcionando en España por separado. El Centro Penitenciario de Jaén ha apostado por hacerlos funcionar al mismo tiempo. Los resultados son espectaculares.
    El Módulo de Respeto es “gemelo” al corredor 5, por lo menos en cuanto al espacio físico se refiere. Sin embargo, en la práctica son la noche y el día. En él vive Antonio García. Su habitación (está prohibido llamarla “celda” o “chabolo”) tiene una puerta que siempre está abierta. Frente a la cama, un tablón de anuncios con fotos de su familia, las estampitas de los santos a los que reza cada noche y un calendario que le recuerda dónde está y en qué día vive. También hay una estantería con la ropa ordenada y varios libros de Derecho, la carrera que está estudiando. Y una litera en perfecto estado de revista. Y una televisión pequeña en la que, cuando puede, ve partidos de fútbol o el Telediario de la Primera. A simple vista, parece la habitación de un hospital, de limpia y reluciente que está. Sin embargo, Antonio vive en la cárcel, donde cumple una larga condena. “Por asesinato”, responde, cabizbajo, cuando se le pregunta.
    Desde hace unos meses, este preso de apenas treinta años está en el Módulo de Respeto. Entre rejas, es lo más parecido a la libertad. Más que un corredor penitenciario parece un colegio mayor. En ese recinto, no hay peleas, ni robos, ni extorsiones. Tampoco circula la droga y el miedo es un fantasma del pasado. Un milagro. “Aquí me siento una persona”, asegura con orgullo Antonio García, que ha conocido la dureza y los sinsabores de la vida en prisión, donde lleva casi una década. “Dentro de lo malo, no lo cambio por nada”.
    Los presos ingresan de forma voluntaria en el Módulo de Respeto. A pesar de eso, siempre está lleno. Son ellos mismos los que lo autogestionan. Eso sí, con la supervisión del equipo técnico. “Aquí, simplemente, se nos trata como personas”, asegura José Antonio Mendoza, un colombiano condenado por salud pública y que ejerce como presidente de la asamblea, el órgano de gobierno que tienen los presos. Esa “calidad de vida” tiene sus contrapartidas. Hay normas de convivencia de obligado cumplimiento para todos. 358 artículos para ser exactos. Antonio García se los sabe de memoria e, incluso, examina a los compañeros. Se trata de comportamientos olvidados en el agujero en el que se convierte la cárcel. Para algunos reclusos que llevan años de prisión en prisión, sin otra ocupación que pasear por los patios y marcar sus territorios, pudieran parecer normas demasiado estrictas.
    Sin embargo, son simples pautas de comportamiento normal que a nadie extrañan en el “mundo exterior”. Es algo tan sencillo como que los internos deben cumplir un programa que incluye trabajo, estudio y ocio. En la práctica, se trata de ir vestidos correctamente para cada actividad, ducharse y afeitarse a diario, fumar sólo en las zonas habilitadas, respetar los horarios, mantener el orden y no faltar a los demás. “Nada del otro mundo”, explica que el coordinador del módulo.
    Las instalaciones son elementales, pero acogedoras. Un cartel realizado por los internos con materiales reciclados da la bienvenida al visitante. El alegre color de las paredes contrasta con el gris plomizo del Módulo 5. Barrotes pintados, muebles y cuadros hechos por los propios presos y un proyecto de patio cordobés. Son muchos los que se han quitado el “mono” a base de sudar en el gimnasio y dar rienda suelta a su creatividad en talleres de ebanistería. O pintando o, simplemente, barriendo el módulo.
    Aquí no hay barrera de separación entre los funcionarios y los reclusos. Todo está abierto. Incluso, algunos comparten sol, charla y confidencias en el patio. Eso sí, siempre se hablan de usted. Cuando llega alguien del exterior se levantan a modo de saludo. El módulo está limpio. El comedor con los manteles a cuadros, las aulas y los talleres relucen como una patena. No hay ni una colilla en el suelo. El que tire algo se puede llevar el rapapolvo de sus compañeros. Le sacan los colores en la asamblea. Aquí no hay más carcelero que el compromiso y el propio deseo de superación que debe mostrar el interno. Todos se vigilan a todos. El control de las faltas se lleva en un gran tablón de anuncios. Junto al reparto diario de tareas, hay un listado con los nombres de los 92 presos que viven en el Módulo de Respeto de Jaén. Si alguno incumple las normas, se le castiga con un negativo.
    Esta semana, algunos reclusos se habían llevado la reprimenda de sus compañeros por correr por el pasillo, hablar con alguna interna del Módulo de Mujeres, tener la toalla sucia o, simplemente, no haber hecho la cama. Son los propios internos los que deciden si alguna “oveja negra” merece continuar allí. Porque, cada vez que se produce algún tipo de conflicto, son los reclusos los que acuerdan si hay que imponer algún tipo de sanción a los implicados. Desde que el módulo se puso en marcha, hace más de un año, no se han producido expulsiones. Los problemas se resuelven con diálogo, disciplina y compromiso. Todo a grandes raciones. Eso sí, algunos se han quedado en el camino. No aguantaron la presión, el corsé de las normas: “No todos valen para jugar en Primera División”, dice el director de la cárcel, Manuel Martínez.
    Sorprende la constante actividad que hay en el Módulo de Respeto. Los reclusos tienen un programa que cumplir. La actividad es frenética: hay internos en una clase de informática, en el taller de yoga o en la escuela. Pueden ir al gimnasio, al taller de cerámica o a la biblioteca a estudiar. “Hay que tener el cuerpo y la mente ocupados”, añade José Antonio Mendoza, el presidente de la asamblea. A Mauricio, un joven colombiano que ha pasado por trece cárceles españolas en doce años, un profesor le da clases particulares en su propia celda. Algo inaudito hace tan sólo unos meses. Estudia Turismo y quiere labrarse un futuro para cuando salga a la calle. A su lado está Emilio, cincuenta años y analfabeto toda su vida. Desde que está en el Módulo de Respeto, ha cambiado. Dejó su trabajo en la cocina, donde ganaba casi 300 euros, sólo para aprender a leer y a escribir. Hace unas semanas, fue capaz de redactar su primera instancia para pedir un permiso al director. Afán de superación en estado puro.
    La Unidad Terapéutica Educativa funciona con el mismo concepto. No obstante hay una diferencia con el Módulo de Respeto. Se ataca a la raíz del problema con terapia. El interno que ingresa en la UTE firma un contrato, pone su vida penitenciaria en manos de los funcionarios. Aquí, fundamentalmente, se trabaja con jóvenes, tipos que entran en la cárcel por primera vez llevados por la droga y el alcohol. Si se les abandonase a su suerte, caerían en las garras del sistema carcelario tradicional, la mayor escuela de delincuencia que se conoce. Serían carne de cañón. La pieza clave es la terapia, una ración diaria de cariño. Algo que muchos nunca han tenido. En la UTE, el preso vive, comparte sus problemas y es escuchado. Nada más llegar, debe escribir una carta de presentación, contar por qué está en la cárcel y cómo ha sido su vida. “Muchos utilizan mecanismos de defensa. Culpan a los demás, no se abren… Cuando logramos romper esa coraza, descubrimos a la persona que hay detrás de un preso”, explica Diego Fernández, el coordinador de la Unidad. Como en el Módulo de Respeto, todo está controlado. Los internos deben comprometerse a cumplir las normas, aquellas que nunca acataron cuando estaban en la calle. Es gente acostumbrada a saltarse las leyes a la torera. En la UTE, encuentran un horario estricto en el que todo está medido: el trabajo, la medicación, el ejercicio, la escuela, el grupo de autoayuda. La limpieza, la educación, la sinceridad. Incluso, las comunicaciones. Algunos tienen prohibido hablar con sus familias si suponen un mal ejemplo para su terapia. Se trata de un conjunto de leyes que los veteranos entregan a los aspirantes en el momento de su ingreso en la UTE y que deben firmar en un contrato. Si las incumplen pueden ser expulsados.
    El cambio de algunos internos es espectacular. Ángel, un joven sevillano que todavía no ha cumplido los 30 años, tiene condena hasta 2012 por un robo con violencia y seis secuestros: “Antes era un animal. Un ser agresivo, que pegaba a todo el que se ponía por delante, vendía droga en la cárcel. Ahora, disfruto de todo lo que nunca he tenido. Personas que me ayudan y me aportan cosas. Me siento libre”. Palabra de preso.
    La gente, en la calle, pensará que los reclusos ingresan en estos experimentos de salón a cambio de algo. La idea generalizada es que si entran por el aro de lo que dicen los funcionarios conseguirán más permisos, más beneficios, más salidas al exterior... “Nada de eso es así. Todo lo contrario, hay más exigencias, más filtros”, aclara Diego Fernández, la persona que está al frente de un equipo en el que hay vigilantes, educadores, maestros y trabajadores sociales. “Para nosotros, eso es secundario. Yo sólo quiero tener las herramientas para no tener que volver aquí en el futuro”, añade Juan García, un joven recluso que, incluso, ha conseguido una beca de trabajo y formación como montador de placas solares, junto con otros catorce compañeros.
    Los que más notan el cambio son las familias. Padres que daban por perdidos a sus hijos alucinan cuando ven en lo que se han convertido durante su estancia en la UTE. Descubren a personas con unas inmensas ganas de salir adelante, de comenzar de nuevo. Jóvenes que repiten palabras como respeto, cariño, amistad, disciplina, compromiso… Y se abrazan. Y tienen esperanza. Un milagro impensable en una cárcel de hace un lustro.
    Sin embargo, a todos les queda lo más duro: salir del “trullo”. El plan de vida que les proporciona el Módulo de Respeto o la Unidad Terapéutica Educativa tiene fecha de caducidad. Más tarde o más temprano, tendrán que salir de la burbuja, regresar a la calle. En el mejor de los casos podrán regresar a casa, si es que todavía la conservan, y reencontrarse con sus parientes, si es que aún están ahí. Allí tendrán que buscarse un futuro, rehacer su existencia en un mundo que ha sido ajeno durante muchos años. “Ojalá que no se olviden de nosotros cuando estemos afuera”, masculla José Luis, delante de un ordenador del aula de informática en el que cada día escribe una especie cuaderno de bitácora.



    “Corremos el peligro de implicarnos demasiado”
    “Hay que medir mucho, corremos el riesgo de cruzar la línea, de implicarnos demasiado”. Habla uno de los trabajadores del Módulo de Respeto, con muchos años de servicio a sus espaldas. Su profesión de funcionario de prisiones tiene peligro, mucho peligro. Hay que estar en permanente alerta. Donde ahora trabaja, la amenaza es diferente: “Es posible que estrechemos demasiado lazos con unas personas a las que vemos esforzarse y superarse cada día. Los hemos visto casi desahuciados, enganchados a la droga y metidos en un pozo. Y hemos visto cómo han salido de ahí”, añade, al tiempo que reconoce que a muchos de esos reclusos ha llegado a verlos como amigos: “El roce hace el cariño”, resume con cierta ironía.
    Diego Fernández, el coordinador de la Unidad Terapéutica Educativa (UTE), también admite la dureza del trabajo, si bien antepone las satisfacciones profesionales y personales que produce: “Se trabaja más, pero mejor. Hay que poner más esfuerzo y más compromiso”, aclara. Una opinión que también comparte el director de la cárcel: “Los funcionarios hacen un trabajo impagable”, concluye Manuel Martínez Cano.