Un futbolista en la hostelería
El mes que viene cumplirá tres décadas desde que dejó su aldea natal de La Matea, de la noche a la mañana, para jugar en el Real Jaén. Tenía dieciséis años.

Un paisano amigo de sus padres que conocía al presidente del equipo lo recomendó para una prueba y después de verlo, se quedó. Un cambio radical, desde lo más profundo de Santiago de la Espada hasta la capital, él solo, sin su familia. Pero el vínculo se sostiene fuerte. Todos los agostos vuelve a sus orígenes y también, sus dos hijos, pasan allí los veranos, con otros familiares que llegan desde Madrid, Barcelona, Valencia o Murcia y juntos disfrutan como si estuvieran en unos campamentos. “Hacen grupos y juegan a lo mismo que jugaba yo cuando vivía allí, en la calle, o a bañarse en el río…” Porque el tiempo se detiene en La Matea. El hecho de estar a tres horas en coche desde Jaén contribuye a ello. Recuerda, entre otras estampas felices, cuando se quedaban aislados por la nieve y no podían ir al colegio. Eran días de fiesta y se los pasaban deslizándose con plásticos por el espeso manto blanco. “No sé cómo no hemos salido ninguno esquiador”, bromea.
En plena Sierra de Segura, la vida discurre a cámara lenta en las sesenta aldeas que integran el municipio. Todo es naturaleza en estado puro, verdor y agua por doquier, “con parajes que ya les gustaría a los suizos”, comenta orgulloso, “rebosa paz y tranquilidad”. Y un clima en las antípodas de lo que es Jaén. “Dormir en verano con una manta es una alegría. El otro día, aquí estábamos a 42 grados y mi madre me dijo que había tenido que encender el brasero en el salón”. Increíble, pero cierto.
Su futuro era el fútbol, pero una grave lesión lo apartó del que tenía que haber sido su destino soñado. Solo había pasado un año desde que llegó a la capital cuando sufrió la primera recaída y después otra, hasta que ya lo tuvo que dejar. Con todo, le dio tiempo también a jugar en el Mancha Real y hasta a ser campeón de la Copa Gobernador. A partir de ahí, su don de gentes le sirvió para abrirse camino como comercial y vendió desde embutidos hasta coches… Y todo cambió por completo en el año 2000, cuando abrió “La Abadía”, un restaurante de éxito en el corazón de San Ildefonso. Durante doce años, el local brilló en el panorama gastronómico de la ciudad y se convirtió en todo un referente. Aunque lo suyo era más la sala, le gustan mucho los fogones y asegura que sabía cocinar toda la carta de su restaurante. En 2012 dijo adiós a aquel negocio, por circunstancias de la vida, y lo intentó en otro frente a la Iglesia de San Ildefonso, “pero ya no tenía el mismo encanto. Lo dejé y me tuve que poner a trabajar por cuenta ajena”.
Se siente realmente muy a gusto en el “Conde Duque”, donde trabaja desde que abrió hace un año. Quizá con el tiempo se anime a emprender y se líe la manta a la cabeza con un nuevo restaurante con su sello personal. Tiempo al tiempo.