Un brindis por tres pintores

Hace unos años, sucedieron casi al mismo tiempo dos hechos que llamaron mi atención porque encontré en ellos un cierto valor simbólico. Por un lado, se descubrió que un dibujo al carbón de un candelabro que se atribuía a Perino del Vaga, un pintor de segunda fila, no lo había hecho él sino que había salido de la mano del mismísimo Miguel Ángel. Por otro lado, un cuadro de un autor menor llamado Van Den Hoecke, después de unos análisis en profundidad, resultó ser del maestro Rubens.

    25 feb 2012 / 10:33 H.

    Lo curioso de estas nuevas atribuciones es que obraron el milagro de una especie de transubstanciación, de un auténtico cambio de la materia artística, porque lo que eran obras más bien oscuras, confundidas en el montón de la mediocridad, saltaron de pronto a los primeros planos de los periódicos y, enseguida, a dar lustre a los lugares de honor de los museos. Lo que apenas tenía el valor de la condescendencia cuando había sido firmado por Del Vaga o por Van Den Hoecke pasaba a ser algo “genial” o “una pequeña obra maestra”, según escribieron los críticos por aquellas fechas. La alquimia de los nombres propios convertía dos pedruscos en dos enormes lingotes de oro y, en consecuencia, el nuevo Miguel Ángel pasó de valer 60 dólares a 2 millones, y el recién nacido Rubens cotizó su súbita excelencia a 80 millones de euros. Las dos obras eran las mismas de siempre pero —alguien tendría que explicárnoslo— ya nunca serían las mismas.

    Me he acordado estos días de Del Vaga y de Van Den Hoecke a propósito de la recuperación de la Gioconda del Prado, porque el ayudante del estudio de Leonardo que pintó la nueva Mona Lisa se empareja con los dos artistas humillados por los aplastantes nombres de Miguel Ángel y Rubens. La Gioconda de Madrid es una obra de absoluta solidez, hecha con ese esplendor de la pintura que sabe poner con exactitud aire o carne o profundidad sobre el lienzo. Que sabe reproducir con pigmentos el fugaz fulgor de la personalidad que brilla en los ojos u ondula con sutileza en el movimiento de los labios. El discípulo de Leonardo tutea al maestro en un cuadro que ni siquiera es una copia porque fue pintado al mismo tiempo que el que llamamos original y observando a la misma modelo, la desconcertante Lisa.
    Detrás de estos tres casos de pintores segundones, a los que por méritos propios podríamos llamar genios, subyace la misma enseñanza sobre cómo la historia del arte está marcada por la mitomanía de los grandes nombres que crea a su alrededor injustas zonas de sombra. Hay todo un muestrario de calidad en nuestra pintura en el que se evidencia que una obra de arte es un chispazo emocional destinado a conmover nuestras ideas. Lo firme quien lo firme, el cuadro se sostiene sobre sus propios cimientos, y recordando precisamente los cimientos, tan recios, de los tres pintores relegados que figuran en este artículo, quisiera proponerles hoy un brindis de justo e igualitario reconocimiento.

    Salvador Compán es escritor