Tribuna. Bendito Benedicto

Desde hace 25 años, como profesor de Historia de la Iglesia, tengo que explicar la dimisión del Papa Celestino V, acaecida en 1294. Lo que nunca pude imaginar es que tendría que asistir a un acontecimiento similar, en 2013, contando con el inmediato precedente de Juan Pablo II, quien, a pesar de que seguro que se planteó la dimisión, nunca quiso, en palabras suyas, 'bajarse de la cruz'.

    13 feb 2013 / 10:19 H.

    No es que Joseph Ratzinger se haya bajado de la cruz. La ha abrazado, más si cabe, porque creo que encierra más valentía el reconocimiento de la propia limitación que perpetuarse en el cargo, con la ventaja de tener siempre colaboradores que ayuden en las tareas de gobierno. Para mí, la decisión de Benedicto XVI es una llamada al realismo, que invita a asumir la propia condición y a buscar, en consecuencia, no el propio bien, sino el bien de la Iglesia. Es una clara lección de sana humanidad para todos los que ostentamos algún cargo en la Iglesia y en la sociedad, pues nos advierte claramente de que uno puede no bajarse de la cruz, y esa decisión, por desgracia, amenaza con convertirse en una cruz para los demás, cuando no se es capaz de llevar adelante la tarea que a uno le ha sido encomendada. Con su renuncia, Benedicto XVI ha mostrado una encomiable grandeza de ánimo y un gran amor a la Iglesia.
    El pontificado de Benedicto XVI, recibido por muchos con escepticismo y reticencias, ha sido luminoso y fecundo desde el punto de vista doctrinal. El sólido pensamiento filosófico y teológico de Joseph Ratzinger constituye la base de un rico magisterio que queda como el mejor legado que este Pontífice entrega a la Iglesia y al mundo. Buen conocedor de la filosofía y teología contemporáneas, publicó en 1968 un libro, “Introducción al cristianismo”, que es clave para conocer su síntesis intelectual. En aquel mítico año, rupturista con lo anterior tanto en la sociedad como en la Iglesia, el futuro Pontífice subrayaba el núcleo más íntimo de la fe cristiana: la experiencia de que Dios, revelado en Cristo, es amor, un amor incondicional que llama al hombre a una amistad desde la que la vida humana tiene sentido y alcanza plenitud. Frente a la disyuntiva que postulaba la modernidad, el teólogo Ratzinger siempre ha defendido una conjunción integradora: no fe o razón, sino fe y razón; no tradición o renovación, sino tradición y renovación. Y lo ha sabido hacer desde la amabilidad de un trabajo teológico que no ha rehuido la confrontación y el diálogo fecundo con otros ámbitos del saber humano.
    Lejos de ser un rígido conservador o un intransigente guardián de la fe, Benedicto XVI se ha mostrado como un hombre capaz de dialogar con todo el mundo. Famoso fue su debate público, en un teatro de Roma, con el pensador ateo Paolo Flores d’Arcais. Apenas elegido Papa, departió durante tres horas con el teólogo crítico Hans Küng, mostrando ambos cómo la pregunta por Dios (Gottesfrage) es crucial para construir un futuro esperanzador para una humanidad desesperanzada en muchas ocasiones. Como afirmó en la homilía de apertura de su pontificado, su empeño no ha sido otro sino mostrar que Dios no es enemigo del hombre; que no quita nada de lo que hace verdaderamente hermosa la existencia humana, y que, antes al contrario, cuando eclipsamos a Dios con otros falsos ídolos, como los varios a los que rinde culto sobre todo el hombre occidental, la vida humana pierde valor porque solo puede alcanzar plenitud si reconoce que Dios es lo único necesario.
    Por eso mismo, sintiendo que él es solo un “humilde trabajador en la viña del Señor”, como se autodefinió en el balcón central de la basílica de San Pedro el día de su elección papal, Benedicto XVI ha decidido dejar paso a otro Obispo de Roma que, con más fuerzas y dinamismo, pueda llevar adelante el ministerio petrino. En su autobiografía, que publicó con el título de “Mi vida”, terminaba su relato existencial con un deseo. Inspirándose en su escudo cardenalicio, en el que aparece el oso de San Corbiniano, símbolo de la archidiócesis de Munich, el entonces cardenal Joseph Ratzinger establecía un paralelismo. Según una tradición, un oso había matado al caballo que transportaba el equipaje de San Corbiniano en viaje a Roma. El santo lo castigó obligándole a llevar su maleta hasta la Ciudad Eterna. Al llegar allí, San Corbiniano desató al oso y lo dejó libre, pero éste le siguió dócilmente hasta que volvió a Munich. Ratzinger, que fue arzobispo de la sede muniquesa de 1977 a 1982, se identificaba con el oso: también él había sido llevado casi a la fuerza a Roma, y tras años de intenso trabajo en la Congregación para la Doctrina de la Fe, deseaba alcanzar una merecida jubilación. Por ello, se preguntaba cuándo alguien, a quien le correspondiese, le quitaría el lazo que le obligaba a permanecer en Roma, para poder recuperar esa libertad que ansiaba para volver a la lectura y el estudio. Pues bien, el 11 de febrero de 2013 el Pontífice respondió a esa pregunta: él mismo, en un acto de soberana y absoluta libertad, renunció al Papado, para no entorpecer la marcha de la Iglesia con su falta de fuerzas, y no terminar convirtiéndose en una rémora para el normal desarrollo de la vida del Pueblo de Dios.
    Benedicto significa “bendito”. Pues bendito sea el Papa Benedicto, que ha enriquecido a la Iglesia y al mundo con su entrega incondicional, su servicio hasta la extenuación y su rica palabra iluminadora. Y bendito sea porque en el seguimiento de Cristo, ha dado el paso supremo al renunciar al Pontificado para seguir sirviendo a la Iglesia, como ha hecho toda su vida, ahora desde la oración y el silencio.
    Francisco Juan Martínez Rojas
    Deán de la Catedral de Jaén