Tres tristes monstruos
Entre sueños, la crisis se me presenta descomunal y fofa, con ojos gelatinosos y una boca vibrante por donde destellan grandes colmillos de cómic. Luce zarpas incisivas y cóncavas, con proporción de guadaña, y es en ellas donde reside su ilimitada capacidad depredadora. Es esta la imagen de la crisis en mis pesadillas: virgen mafiosa para el ocio opulento y negrísima sacamantecas para los que son perseguidos por las necesidades.
Sin embargo, es aun más inquietante cuando abandono los malos sueños y se me aparece temblando en el duermevela que precede al despertar. Ahora, pierde su carácter zoomórfico y toma la de un siniestro campo de concentración de tamaño planetario, donde los gobiernos yacen amedrentados en sus barracones, mientras muestran sus frentes tatuadas con letras carcelarias (AAA, AA+, AA…) en un código que informa de su fortaleza para el trabajo o de una debilidad que implica el traslado al expoliario. Los oficiales tienen nombres de prestigio abstracto y extranjero S&P (Standard & Poor´s) o de sedosos animales domésticos (Fitch, Moody´s), pero, sin sobornos, no es difícil que tachen algún barracón con el estigma de las enfermedades contagiosas, lo que supone el bullicio de los carceleros que se precipitan a parasitar a los proscritos entre un revoloteo vampírico.
Pero es a la luz del día cuando la crisis aparece con toda su monstruosa negrura, con toda su civilizada, repulsiva, crueldad. Se trata de lo que se llama sin rubor hábitos y derechos del capitalismo financiero. Se trata de ensanchar la diferencia entre valor real (empezando por el de las personas) y un precio cada vez más ficticio. Se trata de que permitimos que unos pocos roben la diferencia entre valor y precio, y obliguen a los demás a pagar ese diferencial que, poco antes, era aire. Se trata de un expolio protagonizado por grandes traficantes del hambre y pequeños camellos de la ruina ajena.
“Deuda”, “prima de riesgo”, “mercados”, “volatilidad”, “presión financiera”, etcétera, son las educadas, casi poéticas, expresiones que leemos en las pantallas o en la prensa de papel para designar este latrocinio global. Detrás de ellas, hay un abejeo incesante de la especulación, la avaricia y la usura. Y, debajo de esas tres palabras, se esconde una ramificación de inversores y subinversores que viven sobre la paradoja de obtener fáciles beneficios sin producir nada, a no ser toneladas de pobreza. Conviene no olvidar que esta red la componen gentes con nombre propio; en nuestro país, por ejemplo, se llaman Martínez. Lo mismo que tienen nombre propio quienes, produciendo con su trabajo, los mantienen sobre sus hombros. De estos últimos, el poeta Nicolás Guillén escribió que, sin que ellos lo sospecharan, cotizaban en bolsa, y tenían un nombre genérico: Sangre Menéndez.
Escritor