Treinta años, dos meses y quince días

Quería una meretriz, y la tuvo casándose con una joven de buena familia. Y luego cuando su mujer lo abandonó para irse con otro, satisfizo su necesidad con una manceba. De ésta se supo que era de Tánger, recriada en Sevilla y buena conocedora del oficio. Pero él prefería el juego envenenado, las insinuaciones, las promesas equívocas con que su legítima urdía el acto amatorio. Y añoraba sobre todo la apoteosis final: el reclamo anhelante de la hembra, seguido de la entrega absoluta, convulsa. Las necesidades de ámbito doméstico, fueron cubiertas por los suegros. Acogieron en casa al marido abandonado. Lo trataron como si de su propio hijo se tratara. Aquello duró exactamente treinta años, dos meses y quince días. Al cabo de treinta años, dos meses y quince días, Chitita, la nieta, recompuso las cosas. Comenzó llevándose a mamá a casa cuando fortuita y curiosamente estaba papá, y a papá cuando curiosa y fortuitamente estaba mamá. Compartieron techo, mesa y mantel. Las ocasiones se fueron reiterando: “Mamá, ocúpate tú de papá, que tengo trabajo”. Y cuando papá cayó enfermo hubo consulta general. Acordaron que se hiciera cargo mamá. Y acordaron también que contrajeran nupcias. Así, si faltara papá, ¡Dios no lo quisiera!, mamá cobraría la viudedad, durante la larga vida que aún le quedaba por vivir.


    07 oct 2014 / 10:55 H.