Tiempo de decepciones
No recuerdo cuál fue mi reacción al enterarme de que Sus Majestades de Oriente no eran los que dejaban el regalo de la mañana del 6 de enero. El chasco debió ser de órdago. Tal vez la primera decepción de las muchas que a lo largo de la vida uno está obligado a encajar en el camino hacia la madurez. Los amores malogrados, las amistades perdidas, los sueños desechados, los ídolos caídos. Son tropiezos previsibles para quien se abre paso ante el imparable discurrir de los días.
Reconozco que últimamente se me acumulan las decepciones y me siento, con demasiada frecuencia, como el niño obligado a asumir que los regalos de la mañana de Reyes salían del bolsillo de sus padres; como el adolescente que, aún con la huella del primer beso en sus labios, descubre que, muchas veces, el amor no siempre es correspondido y que no se prolonga hasta el infinito; como quien se da de bruces con la soledad y advierte que “amigos para siempre” fue solo una canción de “Los Manolos”. Los palos que da la vida obligan a recomponer la concepción del mundo y a percibir como voluble aquello que parecía inamovible.
A los de mi generación, los que vinimos al mundo de la mano de la democracia, se nos educó con el mensaje de que vivíamos en un país de posibilidades, en el que esforzándose se conseguían las metas y los objetivos. Un país en el que al desvalido no le faltaría el pan que llevarse a la boca. Un país en el que las distancias entre los de arriba y los de abajo cada vez serían más cortas, con derechos constitucionales básicos, como un techo donde guarecerse, se garantizarían a todos. Un país que, con mayor o menor acierto, apostaba por la educación como el pilar básico del futuro y en el que la sanidad estaba garantizada para todos. Un reino con un jefe de Estado ejemplar, que predicaba con el ejemplo, querido por su pueblo y que sabía estar junto a él en los malos momentos. Un país que hablaba del pleno empleo como una meta alcanzable…
Pero la realidad se ha encargado de que hagamos colección de nuestras decepciones y de que quienes andábamos confiados en el único sistema que habíamos conocido tengamos miedo ante la incertidumbre de lo que nos espera en la parte del camino que aún no vemos. Temerosos de no poder dejar a nuestros hijos el mundo en el que nos hicieron creer y que, un día, se esfumó como la magia de una mañana de Reyes.