Suspiros sicilianos

Por Nuria López Priego 
Quizá porque su país avanza estrepitosa, irremisible y vergonzosamente hacia el cataclismo facistoide del nuevo siglo —que es el mismo que el de la centuria anterior, pero con una ciudadanía que tiene el estómago un poco más lleno que antes—, a Giuseppe Tornatore le ha dado un fabuloso ataque de morriña y, a sus 54, ha decidido rodar su propio amarcord.

    09 jun 2010 / 10:58 H.

    Unos recuerdos que, más allá de los guiños a una Italia deprimente, sumida en la crueldad de una dictadura y en la miseria siniestra que entraña toda posguerra, poco tienen que ver con el subjetivismo onanista, la sátira exacerbada y el erotismo candente y evidente que exudan los tipos fellinianos. La memoria de Tornatore se llama Baaría, como la ciudad en la que nació, y está tamizada por un realismo mágico —literario, a ratos— con el que recrea la historia reciente de Sicilia. Para ello, el director de la oscarizada Cinema Paradiso (1988) se apoya en las vivencias de un niño —Pepino Torrenuova— que va creciendo ante la cámara en la misma medida en la que maduran sus ideas políticas y el país. A través de él y de su familia, el espectador vive los “cambios” —siempre lampedusianos— de una Italia que no encuentra remedio para los males endémicos de la mafia, el centralismo y el excesivo conservadurismo. A través de Pepino Torrenuova y de su desencanto político, Giuseppe Tornatore construye una película agridulce, que, aunque no está exenta de momentos que parecen eternizarse, es un homenaje a las singularidades de un país, a sus gentes, y una alabanza a esa raza —la de los comunistas— que estaba condenada a fracasar simplemente porque, como admite el protagonista, el mundo resultó ser demasiado grande y los brazos para asirlo y cambiarlo, muy pequeños.