Suena un saxofón y llueve
Me entero de la muerte de Félix Grande cuando empiezo a escribir este artículo, asqueado de todo pero sin perder los papeles, igual de desolado que cuando reparé en que ya no me servía para nada aparentar que era joven o me puse a pensar que el verso no es a día de hoy el mejor continente para dar con la poesía. Sí: hubo un tiempo en el que el aliento poético de su narrativa y el pulso narrativo de sus poemas se adueñaran de mi escritura sin teclado ni guion, presa ya para siempre de sus monólogos dramáticos, de sus partituras pautadas por la duermevela de una noche de hospital o por un sueño del que despertáramos sin saber qué sentíamos: nostalgia —dolor—, placer —melancolía— o simplemente esta música impura que cura la pereza de enero al huir de la nieve.
Me entero de la muerte de Félix Grande y dejo en suspenso este artículo: ya no podrá denunciar la estafa en que incurren todos los que hablan de la situación del país olvidándose de que si el nacionalismo es más reaccionario que burgués en nuestras comunidades autónomas con lengua vernácula, el centralismo español ha vuelto al resto del estado, a Andalucía también, cada día más regionalista, esto es: decimonónico, rentista y agrario. O sí, quién sabe: el informalismo de Félix siempre fue simultáneo: su música iconoclasta y maternal conjunta una imagen de la servidumbre de este tiempo, del absurdo de su lógica, y una visión de otra forma de vida más justa, lógicamente absurda para el capitalismo senil que ahora nos racanea hasta la ración de los platos.
Me entero de la muerte de Félix Grande y me subo a la Plaza de Santa María para hacerme unos largos y sentirme al compás de su música jonda, al ritmo de su fraseo aristocrático, nunca menos popular que culto porque lo culto apenas cambia y lo popular siempre mirará al porvenir. Pienso entonces que Félix fue de los primeros en señalar a mediados de los sesenta que los naturalismos no serían capaces de aprehender lo que entonces empezaba a ocurrir en el mundo; en desmontar la vieja teoría orteguiana acerca de que el arte de vanguardia estará siempre deshumanizado; en explorar nuestra soledad con sus cantos espirituales en favor de la vida: lugares de consolación que substancian el desamparo en ternura, la humillación en rebeldía y el odio en conciencia.
Juan M. Molina Damiani es escritor