05 jun 2014 / 22:00 H.
Decía Stravinski que la música no basta con oírla sino que además hay que verla. El pasado sábado se celebraba en Úbeda la jornada de clausura del XXVI Festival de Música y Danza, con la actuación del pianista Ivo Pogorelich. Yo miraba sus manos, observaba el ir y venir de sus dedos sobre las teclas y la música limpiaba mi cerebro de telarañas místicas. Yo, melómano sin bemoles, mientras le veía tocar, me daba cuenta de que lo que sentía era envidia. Cuánto daría por sacar media nota de un piano como ese, de pulsar ese teclado con la misma soltura con la que aporreo el del ordenador, de que de mis dedos no salieran estas letras torpes sino soles radiantes en el pentagrama de mis sueños musicales. Consuelo de tontos es comprobar que mi frustración la comparten cientos de miles de personas de mi generación, que hemos crecido con las canciones de los mejores cantantes y que somos incapaces de arrancar una miserable nota a un instrumento. Ese sentimiento de desgracia colectiva, ese analfabetismo musical, nos hace sentir incompletos en la revelación diaria de la vida. Y sin embargo, al echarse al mundo cada día, la música, compañera ingénita, va abriendo rejas, nos va liberando de los claustros que impone la rutina, acrecienta nuestra capacidad creativa, libera nuestra mente y hace fluir las ideas con una cadenciosa nitidez. La armonía y los tiempos allanan el camino complicado de la existencia. Ningún otro arte desvela los misterios del alma, ningún otro nos hace más vulnerables a la risa y al llanto, a la reverberación de los recuerdos o a la espontánea manifestación de los deseos. La música debe ser prioritaria en todos los niveles de la educación, pero ha de entenderse como un arte práctico, tocar, interpretar por encima de cualquier otra consideración. Eso es lo que más echamos en falta los cuarentones diletantes, no haber recibido una educación musical completa, auténtica en sus formas y en sus posibilidades expresivas. Sí: Ver la música, pero también hacerla. Ahí se halla, amigo Stravinski, la felicidad profunda de los melómanos.