Sobre la realidad de la muerte

Hace unos días falleció un buen amigo tras una enfermedad corta, y en el tanatorio tuve oportunidad de saludar a antiguos amigos a los que hacía tiempo que no veía. Las circunstancias de la muerte de nuestro amigo común nos llevaron rápidamente a hablar de la realidad de la muerte, de la que no hay ser humano que pueda escapar. Antes o después, todos hemos de morir. La fe cristiana que profesa la mayoría de mis amigos nos dice que la muerte es la separación del alma y el cuerpo hasta que llegue la resurrección de los muertos en el “último día”.

    17 sep 2012 / 15:44 H.

    Mientras tanto, el cuerpo está destinado a la destrucción —“polvo eres y en polvo te has de convertir”— y el alma, inmediatamente después de la muerte, pasará la prueba del juicio particular y esperará en el lugar que le corresponda —cielo, purgatorio o infierno— a la Resurrección final, momento en que se unirá al cuerpo que tuvo en vida para vivir eternamente de acuerdo con lo determinado por Dios nuestro Señor en el juicio particular antes citado, ratificado posteriormente en el juicio final. Recordando las palabras de San Pablo, resucitaremos a una nueva vida, “lo que se siembra en corrupción, resucita en incorrupción; se siembra en vileza, resucita en gloria; se siembra en debilidad, resucita en poder; se siembra en un cuerpo natural y resucita un cuerpo espiritual”. (1 Corintios 15, (33-55). Sin embargo, en la conversación sostenida con los amigos en el tanatorio, pude comprobar que algunos tienen una idea muy distante de la verdad de la fe cristiana. Alguno sostenía que tras la muerte no hay otra vida y que con la muerte se acaba todo. Incluso alguno llegó a apuntar en la   “reencarnación” como una nueva oportunidad. Esto último, con todo respeto para quien así piense, prefiero no comentarlo. La gran realidad de la vida es que todos morimos y, por lo tanto, dejamos atrás todo lo que hemos conseguido de bienes materiales, de conocimientos, de prestigio, de éxitos y de fracasos. También dejamos atrás a todos los seres queridos y a los amigos. Sencillamente, lo dejamos todo. El hombre no puede atesorar su vida, no puede retenerla. A todos nos supone un gran sufrimiento la muerte de una persona a la que queríamos mucho, y de manera especial cuando esa muerte se presenta en edades tempranas o en situaciones imprevistas. Muchos no lo entienden y se preguntan, ¿por qué? Desde luego no es fácil contestarles, especialmente cuando desde el agnosticismo o del ateísmo práctico se considera la muerte como una ruina biológica definitiva sin nada detrás. Cuando se tiene fe cristiana, ese trance se ve de otra manera y se considera la muerte como una despedida, un hasta luego. Un cambio de casa desde la tierra al cielo. No es que la fe haga desaparecer la herida, sino que la cicatriza por medio de la esperanza, porque los cristianos sabemos que los muertos “no mueren del todo” como antes he explicado. Quizá la muerte pueda ser un motivo de credibilidad para el que no tiene fe, porque la vida sin fe es como una broma cruel que termina un día casi sin avisar. La vida sin Dios, en mi opinión, no sabe qué hacer con la muerte y no cuenta con ninguna palabra de esperanza que aclare su temible silencio. Pero la realidad es que la vida se va. ¿Hacia dónde? ¿Hacia el vacío? Es inevitable que el hombre se plantee la cuestión de la salvación, porque creer en la salvación es confiar que nuestra vida quedará recogida en alguna parte. Si todo se acabara con la muerte, nuestra vida no tendría sentido y el esfuerzo por ser una buena persona no tendría el menor fundamento. Digo más, sería una broma pesada y el esfuerzo por ser una buena persona no tendría la menor razón de ser. ¿Tendría algún sentido esta vida llena de dolores, sufrimientos, enfermedades, trabajos intensos, renuncias sin cuento, etc.; con los más fuertes abusando de los débiles, para, finalmente, morirnos todos y ni unos ni otros tener la retribución adecuada a sus obras? Es lógico que Dios sea remunerador y nos destine en la otra vida   —que la hay, no lo dudéis— al cielo para ver su rostro eternamente, o nos abra las puertas del Infierno que nos habremos ganado a pulso viviendo en la tierra sin hacer el menor caso a la voluntad de Dios. Por favor, no nos equivoquemos: Dios ha dado su vida en la cruz por todos los hombres, lo que quiere es que todos nos salvemos. Pero como nos dio la “libertad” al crearnos, Él que nos creó sin consultarnos, “no puede salvarnos sin que nosotros queramos”, como nos viene a decir san Agustín. Por eso, lo que sí ocurre en muchos casos es que, en vez de acordarnos de vez en cuando en que hemos de morir y poder ajustar nuestra vida a la búsqueda del bien y a alejarnos del mal, nos ocurre lo que con mucha gracia decía Lewis en su libro “Carta de un diablo a su sobrino”: “Mira hijo, resulta enormemente desastroso en los hombres para nuestro trabajo ese continuo acordarse de la muerte. Lo ideal es que mueran en costosas clínicas, entre doctores que mienten, enfermeras que mienten y amigos que mienten, quitándole importancia a la enfermedad y omitiendo toda alusión a la conveniencia de avisar a un sacerdote.”

    Juan Molina Prieto desde Jaén