Sobre héroes y máscaras
Parece cierto que cada uno de nosotros cultiva un personaje a lo largo de su vida hasta que quizá llegamos a parecernos al que queríamos ser. Ocultamos o resaltamos rasgos de nuestra personalidad para perfilar nuestra imagen social, nuestra cara de calle, más o menos maquillada, pero hecha al fin y al cabo con nuestra propia piel.
Sin embargo, cuando hablamos de los héroes contemporáneos no es inusual constatar que la materia de la que están hechos es la misma que la de la máscara tras la que se ocultaban y, en el derrumbe fulminante de algunos de ellos, encontramos una clara información sobre el modo en que sus caretas habían sustituido a la misma carne de sus caras.
La brutal sinceridad de los borrachos dejó al modisto Galliano en una desnudez sin regreso que transparentó en el acto la oscura maquinaria de su pensamiento. Algo parecido a lo ocurrido con Curbelo, ilustre senador del PSOE, cuyo último discurso público lo pronunció a voces en el muy solemne foro de un prostíbulo madrileño: “A mí no me detiene un moro”, “yo no pago a las putas”, “yo me meo en las putas”.
Caretas que caen y convierten en segundos al héroe en esperpento, y nos hacen considerar cómo pintaron tan bien sus máscaras y desarrollaron esa perseverante capacidad de disimulo; aunque mejor sería preguntarse por las razones que llevaron a un pueblo amante de mitos y fetiches a encumbrar a estos héroes que parecen salidos de una tienda de disfraces. ¿Cuántas caretas tuvo que utilizar Strauss-Kahn para tapar su corazón de verraco? ¿De cuántos quilates es el oro del antifaz de Murdoch, ese dios menor de la prensa corrompida con millones?
No obstante, los héroes de los que hablo a veces son magos de la sobrevivencia y pueden escamotear aquel mal momento en el que se les cayó la careta. Ahí está Ana Rosa Quintana que pontifica sobre ética en programas televisivos o en revistas que llevan su nombre sin que quiera acordarse de que un día llevó un disfraz de escritora y le encargó una novela al periodista Rojo quien, a su vez, plagió el texto que luego firmaría la Quintana. Aunque, según lo veo, quien ocupa el lugar de honor de esta galería de héroes enmascarados es Francisco Camps. Difícil superar su tozudez en mentir sobre el regalo de los trajes; más difícil aún conseguir que haya personas que no se pregunten por qué recibió regalos de una empresa que saqueó al Gobierno que presidía; casi imposible de superar ese gran carnaval de su despedida, cuando el héroe se puso la máscara del Sagrado Corazón: moría como político, no a causa de sus pecados, sino para dar vida a su partido y a todos nosotros. Para redimir —en vos confío— a España.
Salvador Compán es escritor