Sísifo y nosotros
Un buen día, y por absoluto azar, los dioses decidieron levantarle el castigo a Sísifo. Su destino cambió. Cuando se lo comunicaron se encontraba en pleno ascenso de la ladera, esa que le había acompañado durante una eternidad. En todo ese tiempo, le había tomado tanto cariño a su trabajo y a su piedra que, a decir verdad, la amaba, empujándola con pasión. “Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo, y más la piedra dura, porque esa ya no siente”, se repetía.
Allí residía su fuerza. Es cierto que al principio Sísifo maldijo su castigo, pero qué duda cabe que amaba su roca. Después de subirla hasta la cima, contemplaba con estupefacción cómo rodaba hacia abajo, y con alegría se veía a sí mismo remontando de nuevo el peñasco, realizando la misma acción. Decir hoy “Sísifo” es decir “nosotros”. Nos aferramos a las relaciones, adoramos cualquier carga, que asumimos como propia, y hasta nos parece liviana.
En “El mito de Sísifo”, Albert Camus nos muestra a un Sísifo feliz arrastrando su piedra cotidiana, dejándose la piel, dándolo todo por encumbrarla, aún a sabiendas de que nunca concluirá su tarea. Quizás estamos destinados todos a soportar cargas y, lo peor, a contemplarnos a nosotros mismos como héroes de nuestro propio compromiso, de una responsabilidad que, más que liberarnos, nos ata a lo que no queremos ver. Qué duda cabe que en el empuje y la fuerza, en la entrega plena, se halla la felicidad. Se trata de luchar por lo que creemos, una vez despejadas las dudas de lo que queremos hacer, sin dobleces ni falsedad. Un pacto con uno mismo no se puede romper. Así, aunque viviera bajo presión, era feliz, a pesar del absurdo de su carga. Qué duda cabe. Si no, no sería Sísifo.
Pero, como digo, un buen día los dioses lo eximieron de su pena. Y suplicó que le castigaran de nuevo, porque no podía creérselo: Parecía una broma macabra. No asumía su nueva identidad, no sabía qué hacer, completamente desubicado.
No obstante, algo notaba distinto y no se acostumbraba. Cuentan que con el tiempo se alegró de haberse liberado, aunque eso es una historia aún por escribirse.
Allí residía su fuerza. Es cierto que al principio Sísifo maldijo su castigo, pero qué duda cabe que amaba su roca. Después de subirla hasta la cima, contemplaba con estupefacción cómo rodaba hacia abajo, y con alegría se veía a sí mismo remontando de nuevo el peñasco, realizando la misma acción. Decir hoy “Sísifo” es decir “nosotros”. Nos aferramos a las relaciones, adoramos cualquier carga, que asumimos como propia, y hasta nos parece liviana.
En “El mito de Sísifo”, Albert Camus nos muestra a un Sísifo feliz arrastrando su piedra cotidiana, dejándose la piel, dándolo todo por encumbrarla, aún a sabiendas de que nunca concluirá su tarea. Quizás estamos destinados todos a soportar cargas y, lo peor, a contemplarnos a nosotros mismos como héroes de nuestro propio compromiso, de una responsabilidad que, más que liberarnos, nos ata a lo que no queremos ver. Qué duda cabe que en el empuje y la fuerza, en la entrega plena, se halla la felicidad. Se trata de luchar por lo que creemos, una vez despejadas las dudas de lo que queremos hacer, sin dobleces ni falsedad. Un pacto con uno mismo no se puede romper. Así, aunque viviera bajo presión, era feliz, a pesar del absurdo de su carga. Qué duda cabe. Si no, no sería Sísifo.
Pero, como digo, un buen día los dioses lo eximieron de su pena. Y suplicó que le castigaran de nuevo, porque no podía creérselo: Parecía una broma macabra. No asumía su nueva identidad, no sabía qué hacer, completamente desubicado.
No obstante, algo notaba distinto y no se acostumbraba. Cuentan que con el tiempo se alegró de haberse liberado, aunque eso es una historia aún por escribirse.