Si yo fuera una sindicalista
Es el secreto mejor guardado. Ni que fuera un delito ser liberado sindical. Pues lo parece, a tenor de la oscuridad con la que se lleva el tema. ¿Cifra concreta? Imposible, señores. Unos son a media jornada, otros completa, otros por horas… Total, que no se puede decir un número. Esa es la versión oficial.
Todo puede ser que mañana nos lo digan, con tal que llevar la contraria al periodista. Suele pasar. La cuestión es que, con la que está cayendo, ser sindicalista en estos momentos tiene su mérito, casi tanto como ser político, con la de escándalos y corruptelas —presuntos, siempre presuntos— que salen ahora a la luz de manera más o menos interesada. Vaya por delante que en este asunto pagan justos por pecadores y que hay mucho tópico fácil —como que el más vago de cada casa es el liberado sindical— pero la realidad pone en evidencia que es necesario un profundo ejercicio de autocrítica y de limpieza de la era para que el ciudadano de a pie cambie el concepto que tiene en la actualidad. Y que lejos de mejorar, empeora con el tiempo. Ahí está la flamante secretaria de la UGT en Andalucía, Carmen Castilla, que le ha echado valor para lidiar ahora con una herencia si no envenenada, al menos nada dulce. Porque hasta que se aclare la trama de los fondos de formación, tiene tarea por delante.
Mientras, la nueva línea de la UGT y CC OO, según abanderaron el pasado Primero de Mayo el paisano Cándido Méndez y Fernández Toxo, es criticar la campaña propagandística del Gobierno sobre la mejoría de la situación económica. Un cuento chino del Ejecutivo de Rajoy para tapar el fracaso de su política de ajustes. La cifra de paro aún es sangrante, desde luego, pero cuando critican el rescate a las cajas no hablan de que ellos estaban dentro, así que algo mal harían. O dejaron de hacer. Un sindicato no puede vivir de la mano que tiene que criticar, porque jamás la morderá. El día que se sostengan exclusivamente por cuotas de afiliados, otro gallo les cantará.