Retórica en el patio del colegio
No recuerdo muy bien la última vez que estuve en el patio de un colegio, pero sí me viene a la memoria aquellas discusiones tontas en las que el insulto fácil y vacilón, el “yo más” o el “y tú qué” subían la temperatura en un corro de niños que perdían la compostura hasta el extremo. Y luego estaban los amigos de cada bando, que metían cizaña para calentar al adversario de turno. No muy diferentes fue lo que se pudo ver en el último pleno. Sí. Me recordó más a una actitud pueril que a un enfrentamiento chabacano.
La verdad es que el espectáculo es digno de estudio, porque el ambiente que se llega a respirar en el noble salón contagia de “malahostia” hasta al más risueño y paciente. Si Aristóteles levantara la cabeza, le daría un jamacuco. Ese filósofo griego que entendía la retórica como el “ars bene dicendi”. Vamos, la técnica que todo político debe dominar para expresarse de manera adecuada para lograr la persuasión del destinatario. Pero lo que se vio en el pleno dista mucho de la convicción. Como diría Izal, qué manera de perder las formas y qué forma de perder las maneras.