Relato corto: "Mírame, Señor. Una historia real"

¿Qué es la misericordia sino poner el corazón en las miserias de las personas? A veces, la vida misma proporciona ocasiones tan bellas que calan más hondo que las mejores fábulas, por muy hermosas que estas sean. Sucedió así…

Estaba próximo a cumplirse el año, y en la conciencia del Hermano Mayor aquellas palabras retumbaban como una tormenta descargando con toda su furia. Le llegaron al corazón, y el propósito, durante todo ese tiempo, fue redimirse, redimir a una cofradía que se ponía en la calle con el título de “Misericordias” y que sin embargo el anterior Lunes Santo de Jaén, en un momento determinado, solo provocó frustración, desconsuelo y amargura en una mujer de avanzada edad. Fue sin querer, pero había ocurrido. Y llegaba la hora de la reconciliación con uno mismo.

Ocurrió no hace mucho. Era una ancianita asomada a su ventana de la vieja calle del vetusto barrio de La Merced, que ante la indiferencia de las autoridades, se ha ido llenando de casas desocupadas y personas mayores ávidas a veces del consuelo de la compañía y aferradas a la fe que siempre tuvieron, que en el atardecer de su existencia junto al recuerdo de lo que llegaron a ser, la mantienen casi como lo único que les queda, lo que les da firmeza para seguir adelante hasta el día en que Dios las quiera llamar.

La procesión iba ya de recogida y estaba a muy poca distancia de su templo. Y es en ese Jaén, en el de las callejas rancias, donde se producen las estampas más emotivas pero también donde las cofradías tienen que afinar su ingenio para salvar la suerte de antiestéticos cables aéreos, farolas que descollan de paredes desconchadas y estrecheces de balcones, antaño poblados de geranios y claveles y hoy desiertos. Y en el afán por evitar accidentes indeseables cuando se sortean tan importunos obstáculos, las hermandades han ido dotando a los pasos de mecanismos para que con el mínimo riesgo la procesión continúe adelante; y la Cofradía de los Estudiantes, obligada por las circunstancias, no ha sido menos.

Y fue ahí, junto a la ventana de la viejecita, donde el Cristo debía parar y se detuvo para proceder a la maniobra de girar la cruz, de modo que puesta la imagen de perfil, pudiera salvar la angostura de la calle y continuar la procesión. Y fue ahí, al ser la imagen girada, justo el momento en que estalló el trueno aterrador que rugió en la conciencia de toda una Junta de Gobierno en forma de lamento de un ser humano necesitado posiblemente de afecto y angustiado probablemente por una dolorosa soledad. En plena maniobra de giro, cuando las cornetas callaban y en el silencio respetuoso de las pocas personas que la orografía urbana permitía como testigos de la escena, la ancianita, en un susurro y mirando al crucifijo, exclamó: “Señor, ¿tú también me das la espalda?”.

Transcurrieron los meses; la nueva Semana Santa estaba próxima y llegó el momento de poner a la imagen en su paso con la decisión clara en la mente de los responsables cofrades. Había que cambiar el dispositivo, prepararlo de otra forma para que la imagen, cuando fuera preciso, girase hacia el lado contrario. Con la minuciosidad de siempre, el fabricano organizó todo no sin el lógico temor por lo que una modificación así podía suponer, pero se llevó a cabo.

Casi cuatro días después, la cofradía retornó a las calles de Jaén en una ansiada Semana Santa, y lo hizo a su manera, sin estridencias, sin más adorno que el de la propia fe ni más intención que la de anunciar las Misericordias del Cristo al que venera. Y de nuevo, ya cercana la recogida, en este mismo punto, en esa misma ventana, un año después estaba la misma viejecita asomada, espectadora quizá de otros muchos Lunes Santos. El paso arrió como era debido en el lugar indicado, y el capataz dio la orden necesaria para poder proseguir con el recorrido, -¡Girad al Cristo!- mandó. Un costalero bajo el paso ejecutó la maniobra y el Crucificado, el Señor de las Misericordias, con toda la unción de la que el talentoso imaginero y los siglos de devoción le han provisto, poco a poco fue perfilándose quedando finalmente frente a la ventana de la viejecita, cara a cara con ella, de cuyos ojos, aquellos que estaban avisados de lo ocurrido la Semana Santa anterior, vieron cómo comenzaban a brotar pequeñas perlas en forma de lágrimas.

La cofradía, tratando de hacer la caridad que no siempre consiste en dar dinero, sino en reconfortar a quien lo necesita, se había redimido, había puesto en la tristeza de una persona un poco de esperanza. Sin embargo, aunque ella no lo supiera, fue esa señora, anónima y desconocedora de lo que había provocado, quien llevó un poco de paz al corazón de  esos cofrades.

Al año siguiente y en los posteriores, la ventana permaneció cerrada, y la casa vacía…

    18 nov 2015 / 21:12 H.