Prisas y más prisas
Las prisas no son buenas. Hay que actuar con calma, sosegadamente. Eso siempre, claro que sí. Nada de perder los nervios. Tranquilidad. Pero el caso es que ya hiede.
Bueno, aquel hombre gestionó su alta en la asistencia pública. Mire, le aclaró el de la mesa, un tipo delgado con bigote y muy malas pulgas, recibirá usted un aviso en casa. Esté pendiente del cartero. Cuando el anciano regresó interesándose por su caso, el del bigote repitió, ya le dije a usted que esperara. Espere, carajo. A los siete meses y medio días llegó. Ya tenía el alta. Albricias. En breve le harían llegar la tarjeta sanitaria y el derecho efectivo a la asistencia. Mire usted, dice el abuelo a uno con bata blanca, que se presta a escucharle. Mire usted, nunca he tenido ni un mal resfriado, pero, ahora el cacharro, ¿sabe usted?, me refiero a la máquina, al corazón, da unos arreones de pronto y luego parece como si se parara. Y la tarjeta no llega. Temo que se escacharre y que para cuando llegue ya sea tarde. Solo quiero que me vean un segundo y que me digan que no es grave. ¿Puede ser? El de la bata blanca reanudó su labor de pasar la mopa a un gesto del jefe de la limpieza. El abuelo se quedó con la boca abierta. Regresó a casa arrastrando los pies. Si no es por mí, ¡a mí me da igual!, sino por el mal rato que se llevarán mis dos hijos. A los tres meses llegó la tarjeta. Solicitó consulta con el cardiólogo. Usted comprenderá, dijo el de las malas pulgas, que el caso no es único. Doña Carmen tiene muchísimos pacientes. ¿Qué cuándo? No lo sé. Vuelva a casa y le avisaremos. Pero no quiero que se llame usted a engaño. No espere cita hasta dentro de unos diez meses. El cartero llamó insistentemente a la puerta. No respondió nadie. Traía cita para la doña Carmen, la cardióloga. Oiga, preguntó el cartero a un vecino que entraba, aquí huele muy mal, ¿no lo han notado ustedes?
José María Ruiz Relaño / Andújar