Primavera en los olivos
Una preciosa mañana de esta primavera suave que estamos disfrutando en la provincia de Jaén, anduve largo rato por el campo, practicando una afición que me inculcó mi padre cuando era niño, y que suelo repetir con gran ilusión, año tras año, cuando llega la temporada.
Buscaba espárragos trigueros junto a la ribera del Río Guadalimar, en uno de esos parajes en los que se encuentran los más tiernos y sabrosos que sea posible imaginar. Cercana ya la hora del Ángelus, con el Sol casi en su cenit, comencé a sentir el calor de mediodía y me detuve a descansar cerca del vado. Tras dejar la hermosa mostela a la sombra y cubierta con unas matas de ballico, recostado en el tronco de uno de los olivos que se asoman a la exigua terrera del río, contemplaba el manso discurrir del agua rojiza camino de su desembocadura en el cercano Guadalquivir. Los olivos, aunque sedientos por la escasez de lluvia, lucían su verdor a la luz de la mañana, con la trama de espiguilla, todavía, en fase de formación. Ese paisaje tan cercano, pleno de colores y vida, con la hierba alta, los jaramagos en flor de intenso oro, la brisa que mecía los tarajes que acariciaban el agua, cuyo rumor apenas dejaba escuchar el canto de los pájaros que volaban entre los chopos. Todo era propicio para adentrarse en el deleite de los más bellos recuerdos y en el placer de la vida sencilla. Me vinieron a la mente multitud de imágenes extraídas de la literatura y me recreé recordando viejas lecturas y su relación con aquellos momentos que considero hitos en la vida, hasta que, al final, comencé a recitar esa oda maravillosa que Fray Luis de León nos dejó y que comienza: “Que descansada vida la del que huye del mundanal ruido”. Desde mi época de estudiante la tengo grabada en la memoria. Gracias al poeta renacentista y su poesía que ahora parafraseo, el final de la mañana fue una pura armonía entre el hombre, el campo, el monte, el río, un bello y no roto sueño sobre mi relación quebrada con un pueblo, Virimar, al que amo sin remedio, y libre de todo recelo. Allí permanecí gozando hasta que me despertaron las aves con su cantar suave.