Portillo de San Jerónimo
Al fin y al cabo, recordar es seguir viviendo. Solo cuatro casas blancas conformaban el Portillo de San Jerónimo, mi cuna.
La campana del convento de las hermanas franciscanas, no Bernardas, como erróneamente se les llama, marcaba las horas y avisaba de celebraciones eucarísticas. Antes de este convento, ya hubo otro llamado los Jerónimos. La patulea tira piedras al olmo para coger y comer el “pampastor”, pues a falta de pan de trigo, bueno era pegarle el bocado a las flores. Bancos con azulejos de ajedrez para jugar a las damas. Si llovía en mayo, a coger caracoles que, con arroz, suplían otras carencias. Amplio campillo en el cual los partidos de fútbol eran la norma de “obligado cumplimiento” de los jóvenes aspirantes a futboleros. En estas cuatro casas portilleras vivían los Toledanos y los Gámez, dos familias sentadas en la puerta cuando las noches tórridas se “pasaban” a tragos del orondo botijo. Dialogaban de todo, o sacaban a colación, las dificultades económicas o del hambre, entonces absoluta. Al “corro de la patata” y otros juegos hacían las delicias de una infancia marcada por la posguerra.