Plagia, que algo queda

De dónde lo has copiado? Dicen que le preguntaron sus padres a Pablo Neruda cuando les enseñó su primer poema. La copia, el plagio, siempre ha sobrevolado los mundos literarios, la fama y el relumbrón. ¿Puede un prosista, ensayista, poeta o dramaturgo de rango exprimir el tímido verso, la turbada prosa, el cohibido rasgo de aquel que quiere sucederle en los olimpos de la creación? ¿Sí?

    10 may 2011 / 09:06 H.

    Hay algo en esa pregunta que nos hace negar con la cabeza aunque, posiblemente, de ese gesto no se infiera realmente nuestro pensamiento. Un magistrado, no hace mucho, ante una acusación de plagio en una novela ganadora del Planeta, dijo que el gran Cela, don Camilo, nunca había necesitado ayuda para ir ascendiendo en su carrera literaria  y que no era probable que hubiera olvidado su oficio para caer en el feo pecado de apoderarse de la obra de una principiante alejada del oropel. Sin embargo, el insistente rumor nunca se apagó. ¿El astuto Lara rebuscó en su archivo de descartes planetarios un original con que alimentar entumecidos espíritus creadores? Nunca lo sabremos. Copiar, y mucho más plagiar, es verbo con mala imagen. ¿Quién habría de reconocerlo? Todo es posible. Unos lo asumen con descaro, como la ínclita Lucía Etxebarría, que proclamó esperar que el barullo plagiario en que se vio envuelta aumentara las ventas de su libro. (Luego vendría su reconocimiento  y un oscuro arreglo económico). El antiguo director de la Biblioteca nacional, Luis Racionero, admite sin pudor elaborar sus obras a base de la intertextualidad: reescribiendo  y copiando de aquí y de allá. ¡Y nadie pareció extrañarse ni cuestionarlo! Las páginas y más páginas ajenas que Ana Rosa Quintana, heroína matutina de nuestros catódicos despertares, resultó haber reproducido, sin darse cuenta, sirvieron de chufla, escarnio, rechifla y mofa durante semanas. ¿Copiar yo? ¡Nunca! ¡Fue el negro, oiga! Lastimoso espectáculo que mina el respeto y la admiración que pudiéramos desarrollar hacia aquellos nombres que nos deslumbraron escritos en letras doradas en los lomos de piel de las estanterías. Malo es generalizar, pero ¿qué podemos pensar de ellos ahora cuando hasta el viril, recio y deslenguado Pérez Reverte ha caído, parece ser, supuestamente, a lo peor, en la misma red: un guión perdido en el cajón, un autor desconocido y una nueva mano de pintura que lo redescubra con otro nombre pegado encima, el propio. ¡Anatema! ¿Qué nos está pasando? Y mientras, una miríada de desvalidos soñadores anhelan ver publicados sus escritos. ¿Habrán de esperar a que alguien los plagie?
    Pedro A. López Yera es maestro