Peter Handke en Jaén

Para Borges toda la realidad cabía en una mínima esfera de cristal que se hallaba en un sótano de Buenos Aires y desde la que podían verse, en un torrente de imágenes que nunca se mezclaban, todos los seres, todo el tiempo y todo el espacio. A esa esfera portentosa, un observatorio para contemplar la eternidad, la llamó el Aleph.

    14 abr 2012 / 08:58 H.

    Aunque Borges no pudo conocer el desarrollo que llegaría a tener la informática, quizá intuyó que su metáfora del mito del paraíso, contenido en unos centímetros de cristal, se podría materializar en algo de dimensiones apenas más grandes que las que él imaginó, las del tamaño de una pitillera que tiene hoy un iPhone. El Aleph ya no es aquella anomalía que retaba a la razón desde un sótano bonaerense sino que cabe en el puño de cualquiera y, con un simple roce de las yemas de los dedos, abre su ojo de plasma para mostrar la infinitud del universo.

    Dentro de los buscadores del Aleph, hay una estirpe de escritores viajeros que, cuando era posible, se ganaron los caminos con el esfuerzo de sus pasos, sintiendo en la lentitud de sus pisadas un sonido más de la múltiple naturaleza. De esa estirpe, es el austriaco Peter Handke que recorrió media Europa tras algo que no tenía, ese Aleph de la plenitud cumplida o de los inexistentes paraísos que todos añoramos sin haberlos nunca poseído. Para Handke, andar equivalía a saber, a construirse a sí mismo en el camino y, en consecuencia, escribió que él vivía “en la fuga” a la manera de Antonio Machado del que recuerda que el último libro que leyó antes de morir fue, y no por azar, “Los vagabundos” de Gorki.

    Handke se baja del tren en una estación de Jaén que no conoce y toma un autobús hacia una ciudad, Linares, de la que no sabe nada, pero donde encuentra un mundo sin maldad que lo reconcilia con la vida. Son los muchos niños que andan en libertad, las familias con bebés que tapean en los bares, los viejos que llevan a sus nietos de la mano, la sensación, en fin, de un pueblo humanizado en torno a la convivencia lo que cambia a un solitario. Respira en Linares la amabilidad de la vida, la limpieza de las miradas o la cercanía de las personas que, aun ignorándolo, lo incluyen. Allí, goza de los dones de lo sencillo, se acerca a las minas, escribe por las afueras, duerme la siesta a la sombra de los olivos o camina en la soledad mística de los descampados que ahora tienen el punto de referencia de una ciudad donde ha encontrado una patria provisional, un lugar para mirar el mundo.

    Cuando recuerde las tierras de Jaén, su memoria se detendrá en las impresiones de estar traspasado por “una luz que parece que va a reventar” y que le deja el corazón ingrávido y reconciliado con un pueblo tan ajeno al artificio que parece aprender de sus menores, con un lugar donde es posible acercarse al Aleph, ese espejismo de la eternidad que se diría que por momentos eleva a la vida a su máxima exaltación, niega a todo lo caduco e inmuniza contra la muerte.                           
    Salvador Compán es escritor