Perro semihundido
No tengo perro, y decidí no tenerlo a esa edad juvenil en la que todo nos parece permeable y creíble cuando mi padre me llevó, un mes de octubre, a ver por primera vez el Museo del Prado.
Iba con la misma sensación emocionada de quien peregrina para ganar un jubileo. Años mas tarde, al leer la encíclica macondiana de García Márquez, “Cien años de Soledad”, identifiqué aquella visita al museo con el día en el que el padre de Aureliano Buendía lo llevó a conocer el hielo. Para mí, aquel octubre lejano, el hielo lo descubrí cuando al abandonar una sala del Prado retrocedí sin aliento a releer el título de un cuadro de Goya que me había inquietado: “Perro semihundido en la arena”. Desde entonces hice del mes de octubre mi perro virtual. Abro mi agenda y leo lo planificado para hoy: “Escribir sobre qué difícil es abrir algunas veces un abrefácil”. Compruebo lo inútiles que son las agendas porque el futuro no nos pertenece por mucho que perfumemos el ambiente con los olores del pasado: goma de borrar, virutas de lápices, tinta de libro nuevo y tierra mojada. Las mañanas de octubre se hacen largas, sus tardes se vuelven anchas y los días nos quedan grandes, como caídos de hombros y desgarbados, y nunca damos con el bolsillo adecuado en el que guardarnos el desamparo existencial con el que irremediablemente nos mira este mes a través de sus enigmáticos ojos de “perro semihundido”. En su mirada adivino los ojos entreabiertos de la España del esperpento capaz de parirnos una epidemia cuya parafernalia escénica hubiera querido filmar, cámara en mano, el propio Stanley Kubrick. Adivino también los ojos de la España de la otra epidemia, la de los saqueadores perfumados de Loewe, y los rateros de cloaca que en sus puños levantados escondían las llaves de sus cajas en los paraísos fiscales. Dejo para mañana lo de escribir sobre qué difícil es abrir algunas veces un abrefácil, tanto como coger octubre por sus aristas cortantes y no sangrar. No me queda más espacio, ni rabia.