Pan con chorizo
La Feria de Ganado de Torreperogil que se celebra este fin de semana, nos ofrece la oportunidad de tomar conciencia de dónde venimos y permite que nuestros hijos contemplen asombrados, animales de granja con los que nosotros convivimos hasta hace poco.
En estos tiempos de berridos posmodernos, los animales son asunto del pasado. Ahora, a lo sumo, un perrillo nervioso ocupa el balcón estrecho del piso o un gato sigiloso rasga las cortinas del salón. Ahora es el perro quien levanta al dueño del sofá, quien lo pasea cada noche, y quien le obliga a recoger sus excrementos. Pero hubo un tiempo en el que los animales convivían armoniosamente con los humanos y el estiércol era el abono que formaba parte del olfato colectivo. La cuadra era un espacio necesario y la bestia de carga paseaba sus patas herradas por los portales antes de llegar a su aposento. Un tiempo de muladares, de gallinas ponedoras y de abrevaderos llenos de ovas. Ningún tiempo pasado fue mejor, pero uno se va haciendo viejo y hasta los momentos más oscuros se recuerdan con cierta indulgencia. Hubo un tiempo, en fin, en el que yo era niño y tenía un cerdo. Aquel cerdo mío poseía el don del entendimiento, nos conocía a todos y al vernos llegar adivinaba nuestras intenciones, compartía nuestros estados de ánimo y repartía gruñidos de afecto. Crecimos al compás, pero la naturaleza es injusta: Yo seguí siendo un infante sin fuste y él pronto fue un verraco de jamones gordos que eran la envida de todo el vecindario. Llegó San Martín con toda su caterva de matanceras, provistas de cuchillos, barreño, garrucha y gancho. El día de la matanza amaneció frío y la casa era un bullebulle de gente, de hombres locuaces, de mujeres hacendosas y de niños incansables. Yo me derrumbé pronto y no pude soportar los chillidos del marrano, no pude ver el torrente de sangre que brotó de su pecho ni las tripas calientes que cayeron de su estómago. Lloré mucho y unas fiebres peregrinas me tuvieron encamado durante días. En el fulgor de la calentura notaba que una lengua caliente lamía mi frente, sentía que el hocico del cerdo buscaba mis heridas y me las curaba y que cuando tiritaba de frío su espíritu amigo me daba calor. Pero todo se pasa: Cuando por fin me dejó la fiebre, salté de la cama, corrí, jugué y me puse bueno comiendo pan con chorizo.
Luís Foronda es Funcionario