Palabras con doble filo
La polémica está servida. El cardenal arzobispo de Barcelona, Lluís Martínez Sistach, ha salido en defensa del expresidente de la Generalitat, Jordi Pujol y asegura que ha significado “un referente para Cataluña, también de honestidad”. En el transcurso de una entrevista en una emisora de radio catalana ha volcado toda posible responsabilidad de la trama corrupta que investiga la Justicia en sus vástagos, hasta el punto de que señala que “una cosa son los padres y otra son los hijos”, y añade que el progenitor “tiene responsabilidad sobre los hijos hasta que son mayores de edad”. “Pujol ha hecho cosas muy buenas y quizá no tan buenas, pero eso tiene que decidirlo un juez”. Desde el momento en el que se difundieron sus manifestaciones, las redes sociales se convirtieron en un hervidero de críticas. No en vano se trata de un asunto que afecta no solo al expresidente de la Generalitat, sino a toda la familia Pujol Ferrusola, incluida la propia esposa y sus siete hijos.
Con todo, es preciso situar las palabras del arzobispo catalán en el contexto de una persona que tiene previsto dejar el cargo que ocupa este mismo mes, el día 26 de diciembre, y que ha manifestado su intención de dedicarse desde entonces a trabajar a favor de la beatificación del arquitecto de la Sagrada Familia, Antoni Gaudí.
Al margen de otras consideraciones, sin caer en la trampa fácil de criticar a la iglesia católica como si todo el monte fuera orégano —valga el refrán—, es innegable que una persona con cierta responsabilidad en una institución, sea religiosa o de otro tipo, debe ser consciente de la repercusión de sus palabras y medir, por tanto, las manifestaciones cuando se trata de asuntos tan candentes y sensibles como la corrupción en política.
Con todo, es preciso situar las palabras del arzobispo catalán en el contexto de una persona que tiene previsto dejar el cargo que ocupa este mismo mes, el día 26 de diciembre, y que ha manifestado su intención de dedicarse desde entonces a trabajar a favor de la beatificación del arquitecto de la Sagrada Familia, Antoni Gaudí.
Al margen de otras consideraciones, sin caer en la trampa fácil de criticar a la iglesia católica como si todo el monte fuera orégano —valga el refrán—, es innegable que una persona con cierta responsabilidad en una institución, sea religiosa o de otro tipo, debe ser consciente de la repercusión de sus palabras y medir, por tanto, las manifestaciones cuando se trata de asuntos tan candentes y sensibles como la corrupción en política.