Noviembre y los recuerdos

Manuel Navarro Jaramillo, desde Jaén.- Esta estación, la de otoño, quizá sea la más romántica, nostálgica y melancólica del año y, también, la más reflexiva. Las luces crepusculares se manifiestan apresuradas, las lluvias acarician los cristales de los balcones y la nieve irrumpe en las montañas confiriéndoles blancura impoluta,

    23 nov 2011 / 10:14 H.

    mágica y enigmática. Los árboles caducifolios cambian su “vestimenta” clorofílica por otra, de colores amarillentos, rojizos, ocres y amatista. Hojas que caerán a tierra para fertilizarla con sus nutrientes orgánicos, para que las plantas vuelvan a poseer sus verdes hojas, se engalanen con sus coloridas flores y ofrezcan sus hermosos frutos. Es el pulso constante de nuestra Madre Naturaleza a la que pertenecemos inequívocamente. Y así, me viene a la memoria la tierra que me vio nacer: Montejícar (etimológicamente: “Rodeada de Montes”) a la que el Condestable Miguel Lucas de Iranzo (Siglo XV) acudió, presto, con sus huestes para defenderla de las incursiones moriscas. También, la villa de Montejícar fue cuna del noble hidalgo  Juan Jaramillo de Andrade y Fernández de Salcedo, nacido en esas tierras el 5 de febrero de 1579; hijo primogénito de Alonso Jaramillo de Andrade, escribano real público. Somos presente porque somos historia y pasado, no estamos aquí por generación espontánea ni por una varita mágica. Por eso al “escenificar” mi infancia en aquel pequeño y encantador municipio, me viene a la memoria el olor a verano cuando los segadores segaban las mieses y las bestias barcinaban las gavillas de trigo para trillarlas en la era y, a la postre, aventar para que el trigo quedara limpio de polvo y paja. Cerca de aquella era, que coronaba el monte, se encontraba la huerta que mi padre cuidaba y mimaba con esmero. En aquel sitio, el estanque, acogedor de aguas nacidas entre rocas, rodeado de almendros florecidos en la parte posterior y de rosales en su lado anterior, derramaba por su compuerta, generosamente, cristalinas aguas que alegres corrían por la acequia natural para fertilizar las tierras sembradas con esfuerzo; flanqueada en su recorrido por hierbabuena y otras plantas de aroma. Entre las paredes de aquel embalse, a menudo, retumbaba el croar de las ranas y el trinar de los pájaros: era como una armonía musical no escrita en pentagramas. Higueras, nogales, ciruelos, olivos, manzanos y perales daban sombra, frutos y belleza. No en vano aquella finca se llamaba la Joya. “La belleza de las cosas existe en el espíritu de quien la contempla”. Así es el otoño.