No volverá a pasar

No sabía cómo empezar mi primer artículo de este año acabado en trece. No quería hablar ni de la crisis, ni de los desahuciados, ni de los que se queman a lo bonzo por no tener nada, ni de los que rebuscan en las basuras para comer, ni de los que recogen los bártulos para cobijarse en el viejo piso de sus viejos, ni de los millones entregados a Bankia, ni de la fuga de capitales, ni de Carromero, ni de las palabras ignominiosas que han sembrado el año de bombas fétidas como las del dirigente que dijo que “Las leyes son como las mujeres, están para violarlas”; o las de esa viceconsejera de Sanidad cuando lanzó: “¿Tiene sentido que un enfermo crónico viva gratis del sistema?”.

    07 ene 2013 / 16:41 H.

    Ni siquiera quería sacar a relucir la interjección de la diputada con su “¡Que se jodan!”; y mucho menos pretendía hacer referencia a las frases del inventario de Mariano Rajoy, como aquel “Haré cualquier cosa aunque dijera que no la iba a hacer”; por no hablar de las advocaciones a la Virgen de ministras o de alcaldesas: “A la virgen de la Almudena le pido fuerzas para afrontar los días de tristeza”. De verdad, no quería hablar de nada triste, ni feo, ni doloroso, ni cruel. Lo que me pedía el cuerpo era saltar como Mary Poppins, dentro del dibujo coloreado con tizas en una baldosa del nuevo año, o ponerme las alas de cera para volar alto, alto o desgañitarme cantando hasta que mi espíritu Pollyanna quedara afónico. Sin embargo, uno de mis heterónimos, tal que Ricardo Reis, al final ha decidido hablar de algo inexistente. Algo que no es, ni va a ser, porque se están encargando de que así sea: La vergüenza torera del estallido social. En contra de toda previsión, estamos en un país con seis millones de parados que no explotan, ni dinamitan, ni siquiera contravienen. Nos hemos convertido en nuestros temores más ocultos, dejando garantizada la servidumbre y el besamanos a cualquier dictadura económica, política o militar que se precie. La parálisis social nos alienta como mucho, a alzar levemente la voz de la protesta callejera, tanto en cuanto no pongan algo bueno en la tele o ya no podamos más. Pero siempre se puede aguantar más. Siempre se puede moldear la voluntad un grado. Por eso, ahora que están expropiando al pueblo sus derechos inalienables me emociona tanto la valentía de esos pequeños petardos reivindicativos alejados de la caridad vergonzante de los bancos de alimentos. Gestos simples, arcaicos, como robar un Niño Jesús o como ir a un supermercado de barrio, con olor a chacina, y decir “hola, le comunico que voy a expropiar un carro de la compra”. ¿Qué puede ocurrir si lo hacemos? En todo caso, siempre podremos decir como el Rey: “Lo siento, me he equivocado. No volverá a pasar”.

    Sofía Casado es abogada