No es país para viejos
Los científicos no hallan la manera de frenar drásticamente nuestra decrepitud y colocarnos en los doscientos años y un día de existencia. A cambio, inventan cremas e infinidad de tratamientos que difuminan la hondura de nuestras arrugas, y diferentes fármacos y aparatos asistenciales que nos facilitan la subsistencia cuando falla la movilidad de nuestro cuerpo o la racionalidad de nuestra mente; han conseguido —eso sí— elevar una docena de años nuestra esperanza de vida con respecto al siglo pasado, averiguando cómo contrarrestar o paliar la acción de distintas enfermedades; e incluso son capaces de congelar nuestros cadáveres para que sean revividos cuando otros científicos, de otra generación, logren terminar con la muerte. ¿Pero qué es todo en comparación con el sonido de los primeros acordes de cualquier canción de los 091? Solo la noticia de la reunificación de la banda granadina nos ha quitado a algunos, de golpe, una veintena de años. No puedo imaginar lo que ocurrirá cuando dentro de unos meses José Ignacio Lapido arpegie las primeras notas del “Espantapájaros” en el Estadio de los Cármenes (¿?).
¿A cuántas personas mayores conocéis que pululen entre los cuarenta y los cincuenta años? Vale, las hay; ¿pero cómo de mayores eran nuestros padres cuando tenían esa edad? Hemos normalizado la calvicie; nos preocupamos por estar al tanto de las novedades culturales y hasta hemos auspiciado la irrupción de una industria paralela (que fabrica canciones y literatura de mal gusto) para la franja de niñatos que se sitúa entre los “diecitantos” y “veintitantos”; las abuelas forman clubs de lectura y las ves de cañas tras esas reuniones, ya no van de negro ni agachan la mirada, y si a alguna se le pregunta si se arrepiente de no haber invertido sus ahorros en congelar los restos de su marido, por si acaso, le entra la risa.
El mes que viene cumplo cuarenta y tres y vengo de comprarme unos pantalones de pitillo, unas botas acabadas en punta y una camisa de lunares. Seré un iluso, un completo gilipollas, pero saber que pronto volveré a escuchar en directo “La torre de la vela” me resuelve en inmortal, por lo menos hasta que me muera. “Like a Rolling Stone”.
¿A cuántas personas mayores conocéis que pululen entre los cuarenta y los cincuenta años? Vale, las hay; ¿pero cómo de mayores eran nuestros padres cuando tenían esa edad? Hemos normalizado la calvicie; nos preocupamos por estar al tanto de las novedades culturales y hasta hemos auspiciado la irrupción de una industria paralela (que fabrica canciones y literatura de mal gusto) para la franja de niñatos que se sitúa entre los “diecitantos” y “veintitantos”; las abuelas forman clubs de lectura y las ves de cañas tras esas reuniones, ya no van de negro ni agachan la mirada, y si a alguna se le pregunta si se arrepiente de no haber invertido sus ahorros en congelar los restos de su marido, por si acaso, le entra la risa.
El mes que viene cumplo cuarenta y tres y vengo de comprarme unos pantalones de pitillo, unas botas acabadas en punta y una camisa de lunares. Seré un iluso, un completo gilipollas, pero saber que pronto volveré a escuchar en directo “La torre de la vela” me resuelve en inmortal, por lo menos hasta que me muera. “Like a Rolling Stone”.