Negro sobre blanco
No la dejé yo —dijo al amigo—, ella me dejó”. Echó cuentas y supo que era cierto. Ella, sí. Fue ella quien se largaba con Chitita cada dos por tres. Volvía a casa de cuando en cuando. Un día regresó, y ese día él le dijo: “Firma los papeles y te vas”.
Él se empeñó en firmar, pero quien puso los antecedentes y los consecuentes fue ella. Por eso acababa de decir a su amigo, medio en broma, que ella lo plantó. Ahora lo entendía. Las heridas del alma no curan. Cuando el jarrón cae y se hace añicos, no hay compostura. Y, además, ¿qué ofrece un hombre viejo? Decrepitud, ruina, enfermedad. Y Chitita cogió las riendas. Reunió a sus padres. Luego los hizo intimar. Y, más luego, los casó de nuevo. “Yo —confesó al amigo—, fui su marido durante 30 años, dos meses y 15 días. El padre de Chitita fue el primero, y se casó por la Iglesia. Pero ten por cierto esto que digo. Yo la saqué de donde estaba, ¡malos pasos, malos! Y le di sin tasa ni medida, a manos llenas. La intuición me susurró al oído que Chitita volvería a casar a sus padres. El casamiento era bueno —o yo qué sé, qué—. Chitita se liberaba de la que se le venía encima: pechar con el padre. Lo colocó con su madre. Yo lo sabía. Tan de fijo lo sabía que lo escribí para el periódico. Era el año 14 del milenio. El Diario JAÉN lo puso negro sobre blanco, en la página cuatro del 7 de octubre, festividad de María del Santísimo Rosario.