Mi Nieto
Conocí a Manolo siendo ya Nieto. No recuerdo el año, ni el día ni la hora, pero sí que fue en La Escuela, de trasnoche, cuando ejercía de maestro solícito Antonio Oliver y nosotros, algunos de la canallesca, éramos aplicados alumnos copeando entre fintas y politiqueos. Ofició con las cartas credenciales Juan Espejo y aquello fue ya una república.
Hemos compartido barras, alguna que otra mesa con mantel y ferias de San Lucas. También ciertas salidas donde El Patillas -que en paz descanse-, tras cerrar edición del periódico, como aquel día que le pedí a la una de la mañana, reventado, feliz y hambriento ante su mostrador, un bocadillo de calamares. Él sonrió con ternura, mientras algunos colegas se desternillaban. Después he advertido que, si se tercia, puede ser tan cáustico como la sosa.
En algo se parece a ese Sánchez Mejías lorquiano: blando y duro, a la vez, con el mundo y quienes lo habitamos. Me gusta más cómo habla que cómo escribe, aunque lo haga del mismo asunto. Suele echar mano de la vida y sus avatares, más allá del tedio cotidiano de la política, o los negocios, las dos aficiones favoritas para la sin hueso del común de los mortales. Ya digo que lo conocí siendo Nieto. Es más, creo que nació siendo Nieto y que sus progenitores sólo tuvieron que llamarle Manolo para suavizar tanta heterodoxia en un recién nacido, a quienes solemos reconocer, en primera generación, como hijos.
Tiende a querer más que a creer. A envejecer más que a crecer. Y me juego el cuello a que ama más que es amado. Vive porque sufre, y sufre porque vive. Y ama porque le da la gana. No tiene obligación. Es así. Es ese Nieto que todos deseamos tener algún día.
Miguel Ortega