Mi mamá me mima
ÁNGEL PLAZA CHILLÓN desde La Iruela. La queja de que la crisis retiene a los hijos en casa y con la pata quebrada no es exclusiva de ellos. Muchos padres coinciden en que están arruinando el futuro de las generaciones mejor preparadas de la historia y que, si no fuera por la galerna económica, andarían por ahí fuera comiéndose el mundo.
Pero la realidad es que la tasa de emancipación de los jóvenes españoles ha sido tradicionalmente baja. Ha sufrido fluctuaciones a lo largo de la historia. Creció muy claramente en las décadas de los 50, los 60 y posiblemente en los 70, cuando se produjo la transición de sociedad rural a urbana. Pero en cuanto todos los inmigrantes interiores estuvieron instalados en las ciudades, el patrón ancestral se restableció. Los españoles de entre 15 y 30 años son, junto con los italianos, los portugueses, los griegos y los irlandeses, los menos emancipados de todos los europeos. Es una ordenación probablemente secular. Cuando un niño se cae la madre acude corriendo a regañarlo; ¡Me vas a matar a disgustos! Lo estaba educando en la lealtad al grupo, no en la responsabilidad individual. El valor que se le transmite era que su integridad era importante porque la familia contaba con él. La madre se limita a levantar al niño y a explicarle que eso no se hace, porque es peligroso. La caída no se convierte en un drama familiar. Hay regiones (de Occidente) en las que tradicionalmente el grupo familiar ha tenido prioridad sobre el individuo y otras en las que el individuo y otras en las que el individuo ha tenido prioridad sobre todo lo demás. Una de las manifestaciones de esta diferencia es el momento, abandonan el hogar paterno. En Estado Unidos y el norte de Europa lo hacen cuando consideran que han alcanzado el grado de madurez necesario para instalarse por su cuenta. No esperan a tener un empleo fijo. Sobreviven con “contratos temporales o estacionales”. Tampoco necesitan una vivienda en propiedad. Comparten piso con amigos o colegas que se hallan en su misma fase vital. En el Mediterráneo, por el contrario, la marcha definitiva del hogar coincide con la firma de un contrato fijo y la boda. Los años que van del final de la adolescencia a la madurez se pasan en casa de los padres. En la Inglaterra rural de la Edad Moderna ya era habitual que los hijos se desplazaran a trabajar como sirvientes a las granjas vecinas, no porque sus familias necesitaran el dinero, sino porque era parte de su educación y les ayudaba a romper el cascarón, lo hacían antes de casarse. En el sur del continente el porcentaje oscila entre 15% y el 30%, y tenía un carácter económico y forzado, no pedagógico y voluntario. Una de las consecuencias de esta diferencia es que en el norte de Europa la gestión de los periodos de dificultad económica recaía en los hombres de estos jóvenes adultos, mientras que en el sur se repartía entre todo el grupo familiar. Este papel de la familia como red de seguridad se manifiesta especialmente en cómo estaba la atención de los necesitados. Durante mucho tiempo se pensó que la familia mediterránea era incompatible con el progreso. El aumento del nivel de vida la haría evolucionar hacia el patrón nórdico, que era el moderno. Las diferencias han persistido durante siglos, y no sería prudente extender su certificado de defunción tan deprisa. Cuando en los 80 se empezó a liberalizar el mercado laboral, se protegió especialmente a los agentes clave para el sostén del hogar: los trabajadores maduros. El peso de los ajustes se descargó en los jóvenes, cuyo despido prácticamente libre permitía a los empresarios reducir costes cuando las ventas caían para adaptarlo al modelo familiar. La familia ha sido siempre la referencia a la hora de diseñar reformas. Ha sobrevivido a la transición política y a la liberalización económica. Y no hay motivos para pensar que en el futuro las cosas vayan a ser distintas. La familia española continuará siendo fuerte y viviendo en casa hasta que obtengan su primer empleo fijo, mientras los adolescentes escandinavos luchan para desembarazarse de las ataduras familiares que los aherrojan. Cuando se hacen sondeos y se pide a la gente que valore el tiempo que pasa en familia, si le parece malo, neutro o bueno, el porcentaje que lo considera estresante es siempre mayor en el norte de Europa que en el sur. Con cada vez menos trabajadores manteniendo a cada vez más pensionistas, los números de la Seguridad Social difícilmente van a seguir saliendo. El maremoto del envejecimiento nos va a desbordar a todos, a los del norte y a los del sur. Pero los mediterráneos lo sufrirán especialmente porque el cuidado de los vulnerables depende en ellos más de la familia. España en concreto es “una bomba de relojería” y no la vamos a desactivar retrasando dos años la jubilación. Quizás haya que ir a la práctica supresión de las pensiones, y sigamos trabajando con 75 años. Todos juntos, eso sí. Abuelos, padres e hijos. Mediterráneamente.