Mediterráneo

El olor a carbonilla te envolvía ya en la estación de Linares-Baeza y te acompañaba en el lento descenso del tren hacia la costa. Olivos y lomas, barrancos y túneles, cárcavas y ramblas; los relieves decrecían y, en el fragor del vagón, los colores se solapaban e iban perdiendo consistencia. Pasado Guadix, los verdes metálicos de Jaén se transformaban en una calima ocre que ganaba blancura en su caída hacia el litoral hasta desembocar en el fogonazo, siempre inexplicable, de la planicie azul del mar. Era ese color, casi ausente del resto del paisaje, el que te aturdía de dicha. Un añil vivo, escurridizo y parpadeante, en cuyo seno latían tonos turquesas, destellos celestes, grandes gajos, semejantes a bocas risueñas, de cobalto o de azul de Prusia.

    06 ago 2011 / 10:02 H.

    Pero el asombro no venía solo de los tornasoles del color sino también de la dimensión de mapamundi del mar. Su vastísima movilidad negaba los territorios conocidos, las fronteras, todo lo que era grávido, riguroso o disciplinado. Ante él, Úbeda –de donde venías- era poco más que una sombra de piedra, un sistema de aristas y aulas y estériles liturgias que embovedaban de tristeza al colegio de los salesianos.
    En uno de aquellos viajes a la costa, pudiste por fin encontrar palabras para expresar tu asombro ante el Mediterráneo. Las encontraste en un libro prestado que comenzaste a leer en el tren y que, mucho antes de llegar a Almería, llenó tu vagón de olor a algas y salitre. El libro te lo había dejado un amigo de tu padre, era de Albert Camus y pensaste que su título, “Verano”, convendría a tus recién estrenadas vacaciones. En el silencio provisional del vagón, leíste: “Crecí en el mar y la pobreza me fue fastuosa, luego perdí el mar y entonces todos los lujos me parecieron grises, la miseria intolerable. Aguardo desde entonces. Espero los navíos que regresan, la casa de las aguas, el día límpido”.
    Apuntaste el párrafo que acabas de transcribir y desde entonces lo conservas, porque considerabas que, cada comienzo de verano, hacías el viaje de Camus, pero en sentido inverso. Ibas de los lujos grises de la ciudad palaciega a la fastuosa pobreza del mar, en un camino que diluía la monótona materia del invierno hasta convertirla en un esplendor azul, en una llanura inacabable que, si tenía alguna sustancia, tendría que ser la de la libertad. 
    Escribes estas líneas ante el mismo mar que brillaba al fondo de los túneles de tus trenes de adolescencia. Estás viendo los navíos, la casa de las aguas, el día límpido que añoraba el escritor francés, y aquella carbonilla, que se te pegaba a la piel en la estación Linares-Baeza, es de nuevo barrida, más que por la fragancia del mar, por la memoria poderosa de las palabras de Camus.

    Escritor